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Venenos

La mejor ficción

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A veces me es arduo vivir en la cultura. Reticente a visitar la Feria del Libro, donde siempre me abrumo un poco de ruidos y de ofertas, rechazo invitaciones a hacer esto o lo otro en diversos eventos con la excusa perfecta: estoy filmando en un sitio remoto, San Andrés de Giles. No es tan lejos pero la excusa es real. Siempre me sorprendo ante esta feta de vida regalada que el cine nos ofrece a los actores. Guillermo Arengo y yo recibimos instrucciones para manejar tractores, tolva, vocabulario. Se supone que estamos pensando en el rol, las escenas previas, las líneas que hay que decir, pero secretamente mi compañero y yo sólo esperamos que digan “acción” para cosechar maíz. Maíz anaranjado.

La cosechadora es del tamaño de un dúplex en Palermo, el tractor arranca en tercera y no en primera, Giles elige Reina del Asado de Chancho con Pelo, la humedad es un asunto sacrosanto del cereal, el cielo es bajo y traicionero, y todas las prioridades técnicas actorales están saludablemente invertidas: si te enseñan a cosechar, después ya no querés hacer otra cosa. Los pontones alineados, no muy bajos para no estancarse en el barro, los exactos setenta centímetros entre las hileras de plantas, la coordinación en la velocidad del tractor de al lado que recoge el grano en la tolva; recibo adiestramiento para sobrevivir en el salvaje agro, presa del glifosato y los royalties de las semillas. Es apenas una película, pero igual hay que aprender a cosechar.

¿Adónde va después todo este conocimiento que los actores memorizamos con la flaca fugacidad de las páginas que se lleva el viento? Mientras acelero con la mano izquierda (así se hace) recuerdo que en 2008 aprendí a tejer redes de pescador, en 2004 a comer sushi con palitos en la mano izquierda, en 2001 a hablar galés, el año pasado a usar nunchakus. Se me antoja que nada de esto es muy útil y que no me queda nada más que una melancolía por todas las vidas que no viví.
Pienso también que hay otra forma de cultura, esa que tiene que ver con la raíz más o menos exacta de la palabra: con cultivar. Lo pienso mientras dos alegres agricultores nos adiestran y se sorprenden de lo rápido que aprendemos, como si dos actores –por ser gente de mentira– no pudiéramos recoger maíz real. Las tomas son largas; cosechamos varias franjas. Ahora sólo quiero hacer aceite de este maíz mío y saber qué gusto tiene.
Ya calculé cuánto le pago a Monsanto por plantar este maíz y cuánto veneno debo haber aspirado entre toma y toma.