El mismo día que vi en Madrid Los cuentos de la peste, de Mario Vargas Llosa, tomé conocimiento de que el juez Daniel Rafecas había desechado la denuncia contra Cristina Kirchner por encubrir terroristas. La obra de Vargas Llosa reflexiona sobre la gran peste negra de 1348, ocurrida en Florencia, y da cuenta de un hecho crucial del Decamerón: cinco personajes –el Duque Ugolino, Giovanni Bocaccio, la Condesa de Santa Croce, Filomena y Pánfilo– deciden fugarse hacia un mundo imaginario: combatir la peste contándose historias que contrabandean en el mundo real un vasto hojaldre de ficciones. Pero recuerda Vargas Llosa que Alejandro Magno, de quien se dice que nunca perdió una batalla, llevaba poetas con su ejército, de modo tal que el interrogante es cómo saber si fue o no derrotado cuando la epopeya era relatada justamente por esos rapsodas “militantes”, pagados para obliterar la realidad. Esta alusión permite contraponer dos tipos de mentiras: la ilusión literaria, que salva de las asperezas de la vida, y las mentiras de los políticos, que son un fraude.
Así como los argentinos decidieron rendirse ante las cifras falsas del Indec hoy la estratagema se complejiza. Un rapsoda, quién sabe bajo qué influencias, ha matado por segunda vez al fiscal Nisman: la denuncia era una ridiculez; sus dos años de pesquisa, otra; las escuchas, inexistentes; el pacto con los terroristas iraníes, una patraña; las cuatrocientas mil personas del 18F, un espejismo. A la luz de la apresurada prosopopeya de Rafecas, hasta la propia muerte de Nisman deviene fantasmagórica. Supongamos que el delito no se consumó, pero ¿tampoco hubo tentativa? Supongamos que sólo fueron actos preparatorios, o decisiones políticas que no pueden judicializarse, ¿y la responsabilidad institucional de los Kirchner por semejante pacto con terroristas internacionales de la peor calaña? Supongamos que no hubo pacto, ¿y la responsabilidad por la muerte del fiscal Nisman, como mínimo por no cuidarlo?
Cristina Kirchner interceptó la muerte con un zapping de flashes intermitentes: los poetas de Alejandro Magno intentaron cambiar la realidad. ¿Cuál es la verdadera Cristina: la que dice que fue suicidio o la que, cuarenta y ocho horas después, dice que está segura de que no fue suicidio, la que desliza que Nisman era homosexual o la que insinúa que hacía fiestas con modelos, la que sale en silla de ruedas o la que hace acrobacia sacándose una selfie y haciendo “trompita”, la que dice que Nisman estaba borracho o la que echa al mensajero al que manda a decirlo, la que peroraba en Naciones Unidas contra los imputados iraníes o la que firma el acuerdo para salvarlos, la que les abre las puertas de la Casa Rosada a D’Elía y Esteche o la que intenta desmarcarse y tirarlos como un lastre, la que habla del partido judicial o la que sugiere, según declaraciones del fiscal Moldes, súbitos beneficios para hijos de fiscales y jueces intervinientes? La sentencia de Rafecas es otro Indec, claro que mucho más tenebroso. Si volvemos a ceder, si volvemos a firmar el pacto ficcional, estaremos a punto caramelo para que nos digan que deben salvar la república y la democracia anulando la república y la democracia.
Las mentiras en el arte son indispensables, los cinco personajes de Vargas Llosa salen fortalecidos del retiro literario; en la política, en cambio, son el cemento del despotismo. Y estas mentiras en particular están encaminadas a ubicar a la Argentina del lado de la barbarie. Ya nos equivocamos en la Segunda Guerra Mundial y aún lo estamos pagando. No volvamos a cometer la insensatez de aplaudir a quienes arrasan el patrimonio cultural de la humanidad, asesinan humoristas, matan cristianos o agnósticos por el solo hecho de serlo, prenden fuego pilotos enjaulados, lapidan adúlteras o niegan el genocidio nazi. El terrorismo es la peste del siglo XXI y la Argentina debe alejarse de esa infección.
*Escritor y periodista.