Hace un par de semanas, de manera casi imperceptible desaparecieron de setenta y un países de la Tierra los termómetros de mercurio. La Argentina es una de las naciones que ratificaron el Convenio de Minamata. Ya no se fabricarán aparatos con mercurio y en dos años quedará prohibida su venta, si es que quedara alguno en alguna farmacia vintage.
En 1956, los habitantes de la Bahía de Minamata sufrieron la peor intoxicación masiva con mercurio que se haya registrado. La fábrica culpable del derrame negó todo durante un tiempo. A la Justicia y a la razón japonesas les llevó más de 12 años rearmar la cadena causal de este desastre natural o, mejor dicho, industrial. Porque la fábrica daba trabajo, mientras arrasaba con las vidas. Una cuestión que al capitalismo del siglo XX no le resultaba para nada una contradicción. Y que al siglo XXI le suena más bien a constatación de su buen funcionamiento.
Así, uno de los objetos más peligrosamente encantadores de este planeta, ese artilugio que parece venido de otro, quizás del planeta de Flash Gordon, desaparecerá. Con sus justas razones. Con él desaparecerán algunas memorias inexpugnables de la infancia. Quien ha visto romperse la cabeza de un termómetro no lo olvida ya jamás; es un espectáculo háptico frente al ojo. El misterio del termómetro, coincidente con esa ampliación del campo de imágenes que provoca la fiebre, es el del descubrimiento de un principio melancólico: que el metal puede derramarse.
Dicen que Newton, que experimentó con él, fue presa de erráticos comportamientos mentales. Igual que los sombrereros de siglos pasados, que lo usaban en la fabricación de sus prendas, lo que dio origen en Inglaterra a la expresión “más loco que un sombrerero”, una comparación exagerada que Lewis Carroll tomaría literalmente para su Alicia entre maravillas.
Aprender a leer el termómetro de mercurio es también una ceremonia iniciática. Durante un tiempo, declarar la fiebre de los niños es potestad de los padres. Pero en algún momento indecidible, la línea gris, apenas existente, aparece. Y con ella se acaba la infancia. Nadie puede enseñarte el lugar exacto del milagro, nadie puede explicarte qué es lo que debés ver: como la rotación del termómetro debe hacerla cada uno mirándolo de frente, cuando la línea asoma, lo hace sólo para quien lo sostiene de la manera correcta. Ver el mercurio dilatado era tal vez la última de las ceremonias tribales para señalar la madurez.
Nos quedarán los digitales. Nadie sabe muy bien de qué están hechos. Ni qué principio los hace funcionar. O si no tendrán alguna cosa que igualmente contamine. Encima, no son muy de fiar. Si el bulbo pierde contacto con la piel antes de tiempo, aunque sea levemente, el termómetro creerá que ha llegado a su temperatura máxima y sonará para dar su falso veredicto. En cambio, el de mercurio no dejaba de subir, con o sin contacto, hasta que se realizara el gesto final del sacudón, el latigazo de la muñeca, esa demostración de fuerza, de habilidad y de exactitud que sólo un adulto puede hacer. Bajar un termómetro y verificar que hubiera bajado eran arduos asuntos de entendidos y chamanes.
Es bien posible que no haya ninguna relación entre la desaparición de un objeto cotidiano y la realidad política del país. Es incluso más posible que estemos siendo testigos de un tiempo de cambios a gran velocidad. Estos cambios afectan todos los órdenes y se me antojan similares en un punto: se trata del pasaje –en todo sentido– de lo analógico a lo digital. El dinero se transforma en bitcoins, que no existen pero que tienen valor desde que alguien (incauto o no) decide pagar por ello (y parece que son muchos); el mercurio que se dilata por medios reales es reemplazado por una encuesta ligera que un sensor le hace a la piel, con la que puede o no tener contacto carnal; el pueblo prefiere elegir candidatos por su capacidad de abrazar gente en la calle o balbucear eslóganes de autoayuda más que por sus planes o por sus ideas, más aun desde que “ideología” se instaló como una mala palabra, como un contaminante del pasado, como un mercurio derramado que puede acabar con toda la vida en la bahía.