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Mi única heredera

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Isabel Perón ha testado. De esa forma nos ha hecho saber, de una vez, dos cosas al menos: una, que sigue con vida; la otra, que prevé la muerte. Olvidada hasta casi la inexistencia, fue noticia en estos días: emitió su testamento allá en Madrid, a la provecta edad de 82 años. Trascendió que su legado, espartano al parecer, irá a parar a unas sobrinas y a tal o cual institución destinada a cosas buenas.

Es posible preguntarse si en verdad no envejece entre riquezas. Es posible preguntarse si dedica algún pensamiento a las matanzas de las que fue en buena parte responsable. Es posible preguntarse si algo sabe del destino de las manos de su extinto marido, esas que acaso la hurgaron en aquel turbio cabarute panameño; si ese dedo que alguna vez se empleó para echar de la Plaza a la juventud maravillosa sirvió luego para abrir cuentas helvéticas.

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Pero yo me pregunto, por esta vez, esto otro: si el alma de Evita Duarte transmigró o no transmigró a su cuerpo trajinado, en aquellas bizarrísimas sesiones de espiritismo en que López Rega intentó lograr dicha reencarnación. Si la respuesta es no, queda en pie la esperanza de un peronismo rebelde: tan rebelde como Evita. Pero si la respuesta es sí, entonces Evita habitó en Isabel, y por ende hay que interpretar poco menos que como ineluctable el carácter regresivo que el justicialismo ha de asumir en esas extremas coyunturas políticas en que la historia ha de dar un salto hacia delante o hacia atrás.