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Militancia

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Ahora, cuando se habla mucho de “militancia” y crece la nube gaseosa de la juventud maravillosa de 1973 resurrecta en 2010, la muerte del ex almirante Emilio Massera cobra significados enormes en el debate sobre la aún no cicatrizada era de la violencia política en este país. Se conoce la truculenta saga de crímenes y delirios perversos de ese alto oficial de la Armada, pero la siempre deficitaria democracia argentina no tomó nota del costado más aleccionador de esta historia.
Al caer la noche del 10 de diciembre de 1983, Massera era un hombre libre y protegido. El entonces almirante compartía la libertad individual con sus colegas de las Juntas del período y además gozaba como todos ellos de protección extra.

Nada podría pasarles, ahora que los civiles elegidos por la sociedad habían vuelto al gobierno. Los protegía una “ley” no promulgada por congreso alguno y en plena vigencia al iniciarse el nuevo gobierno civil. Numerada 22.924 y promulgada el 22 de septiembre de 1983, a solo cinco semanas de las elecciones del 30 de octubre, estaba firmada por el presidente de facto, Reynaldo Bignone, y sus ministros del Interior (general Llamil Reston) y de Justicia (Lucas Lennon). Su artículo Nº 1 declaraba “extinguidas las acciones penales emergentes de los delitos cometidos con motivación o finalidad terrorista o subversiva, desde el 25 de mayo de 1973 hasta el 17 de junio de 1982”. Resolvía que “los beneficios otorgados por esta ley se extienden, asimismo, a todos los hechos de naturaleza penal realizados en ocasión o con motivo del desarrollo de acciones dirigidas a prevenir, conjurar o poner fin a las referidas actividades terroristas o subversivas”.

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A cinco semanas del triunfo del candidato radical Raúl Alfonsín, plebiscitado el 30 de octubre por el 52% de los votos (la mayoría más grande y nunca reiterada en las cinco elecciones presidenciales posteriores), las Fuerzas Armadas se retiraban regalándose una obscena norma de amnistía para ellos mismos. Con la campaña electoral en pleno desarrollo, el país se aprestaba a ponerle fin al gobierno que en junio de 1982 había capitulado ante el Reino Unido tras el clamoroso desastre de Malvinas.
¿Qué fuerzas políticas no apoyaron ni convalidaron esa auto-amnistía? Alfonsín anunciaba en sus recorridos por el país que en el nuevo Congreso democrático él impulsaría su derogación. Pero el candidato presidencial del peronismo, Italo Luder, se sentía angustiado por las “consecuencias jurídicas” de esa derogación. Para el jurista Roberto Gargarella, “la amnistía amparaba a todos los que hubieran ayudado o incitado a tales acciones, y protegía también a quienes pudieran ser imputados por delitos militares comunes realizados en aquellos años. (…) Venía a hacer simplemente imposible el juzgamiento de los gravísimos abusos cometidos por los militares”.

En 1983 el peronismo consideraba jurídicamente inviable la derogación de esa ley. ¿Quién lo hizo? El gobierno de Alfonsín, claro. A 48 horas de asumir firmó el Decreto 158 ordenando la apertura de los juicios a las Juntas militares procesistas. También envió al Congreso un proyecto de ley para derogar aquella ley, aprobada una semana después de ser enviada por la Casa Rosada. La ley 23.040 liquidó a la “ley” 22.924 por inconstitucional y la declaró nula.

Alfonsín tomó la decisión política de enjuiciar a las Juntas, lo que justamente no quería hacer y no hubiera hecho Luder si hubiese ganado. Alfonsín tenía sólo 56 años. Massera, 58. Los generales, almirantes y brigadieres de 1983 no eran gerontes patéticos y minusválidos. Cabelleras engominadas, trajes impecables, miradas sobradoras y altaneras, no podían creer que serían juzgados por un tribunal civil con todos los recaudos y garantías del estado de derecho.

El 9 de diciembre de 1985 se conoció el veredicto. A Massera le dieron pena de prisión perpetua e inhabilitación absoluta perpetua, en fallo suscripto por unanimidad por los seis jueces de la Cámara Nacional en lo Criminal Correccional Federal de la Capital (Arslanian, D’Alessio, Gil Lavedra, Torlasco y Valerga Aráoz).
En 1985, cuando la sentencia fue anunciada, el poder militar estaba intacto. La larga sombra de la hegemonía militar se proyectó hasta mediados de los años noventa. Arrestarlos, procesarlos y condenarlos fue una hazaña sin parangones, ni antecedentes.
El peronismo aceptó la autoamnistía en 1983 y no quiso participar de la Comisión Nacional por la Desaparición de Personas (Conadep) en 1984. Un gobierno peronista indultó a Massera y sus camaradas. Los decretos 2.741, 2.742 y 2.743, firmados por el presidente Carlos Menem el 30 de diciembre de 1990, dejaron en libertad a todos los ex comandantes presos.

El indulto de Menem no fue cuestionado ni resistido en serio por el peronismo, con la salvedad de los disidentes que confluirían en la fórmula Bordón-Alvarez de 1995. En los años noventa los derechos humanos no estaban en la agenda ni en las prioridades del justicialismo. Al indulto sólo se opusieron las organizaciones de derechos humanos, el radicalismo y fuerzas menores de izquierda y centroizquierda. La sociedad argentina aceptó el indulto de Menem. Los decretos de Menem entre 1989 y 1989 beneficiaron a un total de 290 procesados, casi todos presos. Massera fue uno de ellos.
Veinte años más tarde la historia empezó a ser reescrita, con el avieso intento de pergeñar un nuevo guión, inventado para montar la arquitectura distorsiva apta para el mito kirchnerista.

El 24 de marzo de 2004, el presidente Néstor Kirchner dijo desde el predio de la ESMA: “Vengo a pedir perdón de parte del Estado nacional por la vergüenza de haber callado durante veinte años de democracia tantas atrocidades”. ¿La vergüenza de quién? Ambigüedad deliberada. ¿El sentía vergüenza por haberse callado durante veinte años o acaso la democracia, que juzgó y encarceló a los comandantes, había hecho silencio?
El supuesto renacimiento de la militancia juvenil viene lubricado por el asombroso desparpajo de una farsa ideológica oficial.