No hay que ser un amante de la danza para disfrutar de una de las películas más deslumbrantes que se hayan estrenado este año: apenas tener alma de voyeur. Hasta el 15 de agosto y los viernes, sábados y domingos, la Sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín exhibe La danse, el anteúltimo documental del cineasta Frederick Wiseman (Boston, Estados Unidos, 1930). ¿Una película de dos horas y cuarenta minutos sobre ballet y danza contemporánea? Sí, y bastante más. A diferencia de otro enorme documentalista, Werner Herzog (que se involucra en las historias que elige contar hasta la médula, e incluso se permite editorializar y disentir con las opiniones de sus retratados), el método de Wiseman es exactamente el contrario: se infiltra en el interior de instituciones y grupos humanos como si fuera un fisgón silencioso. Y callado, desde un rincón, ubica la cámara para acompañar durante meses a sus personajes sin que nadie advierta su presencia (o logrando que, con el correr de los días, sea olvidada). Eso es lo que hizo en 2008, durante doce semanas, con el Palacio Garnier, donde funciona el cuerpo de danza más prestigioso del mundo: el del Teatro de la Opera de París. Y el resultado es, sencillamente, asombroso. Wiseman estrenó documentales sobre colegios secundarios, hospitales, política habitacional, violencia doméstica y, en 2010, sobre el boxeo. Pero es una debilidad personal (en 1995 ya había filmado Ballet) la que lo llevó a dedicarse de nuevo a la danza.
Una belleza esencial atraviesa la película de comienzo a fin. La más evidente cobra vida en los ensayos grupales e individuales, en los fragmentos de obras filmadas, a través de los cuerpos y los movimientos de los bailarines. Pero ese mismo sustrato también aparece en los espacios y en los personajes más insospechados, que Wiseman va mostrando con morosidad y sencillez: entre tomas aéreas de París que funcionan como separadores, podemos ver cómo funciona el comedor de la institución, el trabajo de los vestuaristas o los empleados de limpieza (hay una escena excepcional donde la cámara acompaña a uno de ellos a la terraza mientras espanta a las abejas que anidan en los conductos de ventilación del edificio), y hasta en los lugares vacíos: frías escaleras de mármol, pasillos atravesados por haces de luz, subsuelos, ventanas, puertas. En la lente de Wiseman los objetos se manifiestan como esquirlas de una epifanía. La danse pone en evidencia cómo con la exposición de la intimidad se pueden hacer productos nobles, invirtiendo la ecuación de los reality shows: si en ellos nada es trascendente, todo es banal y los minutos suelen sobrar, en la película de Wiseman cada plano es necesario, cada aparición es luminosa.
Hay un personaje que, con el correr de los minutos, se transforma en núcleo del relato: Brigitte Lefèvre, la directora artística del Ballet de la Opera de París. Es ella la que se reúne con los bailarines y coreógrafos, la que atiende a los mecenas de la institución, la que lleva la voz cantante de una asamblea por los derechos jubilatorios, la que, citando a Maurice Béjart, sentencia: “Los bailarines somos mitad monjas, mitad boxeadores”. Quizá lo único que se le pueda objetar a la película es que los únicos que no tienen voz aquí sean precisamente los bailarines: no conocemos sus deseos, sus quejas, sus opiniones. Pero ése, intuyo, debe haber sido el precio a pagar por Wiseman para obtener el derecho a acceder a una intimidad vedada para la mayoría de los mortales.