El cambio climático, sin embargo, no ha sido nunca tratado como una crisis por nuestros dirigentes, aun a pesar de que encierre el riesgo de destruir vidas a una escala inmensamente mayor que los derrumbes de bancos y rascacielos. Los recortes en nuestras emisiones de gases de efecto invernadero que los científicos consideran necesarios para reducir sensiblemente el riesgo de catástrofe son tratados como poco más que sutiles sugerencias, medidas que pueden aplazarse por tiempo más o menos indefinido. Es evidente que el hecho de que algo reciba la consideración oficial de crisis depende tanto del poder y de las prioridades de quienes detentan ese poder como de los hechos y los datos empíricos. Pero nosotros no tenemos por qué limitarnos a ser simples espectadores de todo esto: los políticos no son los únicos que tienen el poder de declarar una crisis. (...)
De igual modo, si un número suficiente de todos nosotros dejamos de mirar para otro lado y decidimos que el cambio climático sea una crisis merecedora de niveles de respuesta equivalentes a los del Plan Marshall, entonces no hay duda de que lo será y de que la clase política tendrá que responder, tanto dedicando recursos a solucionarla como reinterpretando las reglas del libre mercado que tan flexiblemente sabe aplicar cuando son los intereses de las élites los que están en peligro. De vez en cuando, advertimos destellos de ese potencial cuando una crisis concreta sitúa el cambio climático en el primer plano de nuestra atención durante un tiempo. (...)
Al escuchar de boca de Navarro Llanos la perspectiva de Bolivia, comencé a entender que el cambio climático (tratado como una emergencia planetaria real, análoga a la de ese súbito aumento del nivel de las aguas durante unas inundaciones) podía convertirse en una fuerza galvanizadora para la humanidad: algo que nos impulsaría no sólo hacia una situación de mayor seguridad frente a los nuevos fenómenos meteorológicos extremos, sino también hacia unas sociedades más seguras y más justas en otros muchos sentidos. Los recursos que se necesitan para que abandonemos en breve el consumo de combustibles fósiles y nos preparemos para las duras condiciones meteorológicas que se nos vienen encima podrían sacar de la pobreza a amplios sectores de la población y proporcionar servicios que hoy se echan tristemente a faltar: desde agua potable hasta electricidad. Se trata de concebir un futuro que trascienda el objetivo de la mera supervivencia o de la mera resistencia frente al cambio climático; no basta con que lo “mitiguemos” o con que nos “adaptemos” a él, por emplear el adusto lenguaje de las Naciones Unidas. Es una concepción del futuro que nos invita a que utilicemos colectivamente la crisis para dar un salto hacia una situación que, con toda sinceridad debo decir, parece mejor que esta otra en la que nos encontramos en estos momentos. (…)
Y no faltan indicios que nos induzcan a pensar que el cambio climático no sería una excepción en lo relativo a esa clase de dinámicas; es decir, que en vez de para incentivar soluciones motivadoras que tengan probabilidades reales de impedir un calentamiento catastrófico y de protegernos de desastres que, de otro modo, serán inevitables, la crisis será aprovechada una vez más para transferir más recursos si cabe a ese 1% de privilegiados. Las fases iniciales de ese proceso son ya visibles. Bosques comunales de todo el mundo están siendo convertidos en reservas y viveros forestales privatizados para que sus propietarios puedan recaudar lo que se conoce como “créditos de carbono”, un lucrativo tejemaneje al que me referiré más adelante. Hay también un mercado en auge de “futuros climáticos” que permite que empresas y bancos apuesten su dinero a los cambios en las condiciones meteorológicas como si los desastres letales fuesen un juego en una mesa de crap de Las Vegas (entre 2005 y 2006, el volumen del mercado de derivados climáticos se disparó multiplicándose por cinco: de un valor total de 9.700 millones a 45.200 millones de dólares). Las compañías de reaseguros internacionales están recaudando miles de millones de dólares en beneficios, procedentes en parte de la venta de nuevos tipos de planes de protección a países en vías de desarrollo que apenas han contribuido a crear la crisis climática actual, pero cuyas infraestructuras son sumamente vulnerables a los efectos de la misma. (...)
Estoy convencida de que el cambio climático representa una oportunidad histórica de una escala todavía mayor. En el marco de un proyecto dirigido a reducir nuestras emisiones a los niveles recomendados por muchos científicos, tendríamos una vez más la posibilidad de promover políticas que mejoren espectacularmente la vida de las personas, que estrechen el hueco que separa a ricos de pobres, que generen un número extraordinario de buenos empleos y que den un nuevo ímpetu a la democracia desde la base hasta la cima. Lejos de consistir en la expresión máxima perfeccionada de la doctrina del shock (una fiebre de nuevas apropiaciones indebidas de recursos y de medidas represoras), la sacudida que provoque el cambio climático puede ser un “shock del pueblo”, una conmoción desde abajo. Puede dispersar el poder entre los muchos, en vez de consolidarlo entre los pocos, y puede expandir radicalmente los activos comunales, en lugar de subastarlos a pedazos. Y si los expertos del shock derechista explotan las emergencias (ya sean éstas reales o fabricadas) para imponer políticas que nos vuelvan más propensos aún a las crisis, las transformaciones a las que me referiré en estas páginas harían justamente lo contrario: abordarían la raíz misma de por qué nos estamos enfrentando a todas estas crisis en serie, para empezar, y nos dejarían un clima máshabitable que aquel hacia el que nos encaminamos y una economía mucho más justa que aquella en la que nos movemos ahora mismo.
Pero ninguna de esas transformaciones será posible (pues nunca nos convenceremos de que el cambio climático puede, a su vez, cambiarnos) si antes no dejamos de mirar para otro lado.
*Periodista canadiense / Fragmento de su nuevo libro Esto lo cambia todo (Editorial Paidós).