En uno de sus paseos a caballo por los alrededores de Frankfurt, Johann Wolfgang von Goethe se encontró de improviso con otro caballero en el cual, inmediatamente, se reconoció a sí mismo. Un doble, ese fenómeno que científicamente se conoce con el nombre de “heautoscopía”, un término utilizado en psiquiatría y neurología para definir la alucinación reduplicativa de ver el propio cuerpo a una distancia determinada. Se puede presentar como un síntoma de esquizofrenia y epilepsia y sobre él han pensado y arriesgado hipótesis numerosos estudiosos y también artistas y poetas, como Edgar Allan Poe, E.T.A. Hoffmann, Mario Praz, Stevenson, Dostoievski, Nabokov, Cortázar, Saer y, cuándo no, Borges.
Es un poco lo que sucede cuando andando por la calle nos damos cuenta de que un espejo refleja nuestra figura. Se trata de una visión lateral, no del todo definida, y por eso resulta inesperada y siniestramente extraña. De pronto, alguien camina a nuestro lado imitando nuestros movimientos, pero también parece llevar nuestra ropa, calzar nuestros mismos zapatos, usar nuestros anteojos y tener nuestro mismo corte de pelo. Tantas coincidencias nos hacen abandonar la visión lateral y centrarnos en este sujeto: y somos nosotros.
Pero menos raro que la heautoscopía –cuyas motivaciones psicológicas todavía nadie se detuvo a considerar seriamente– es el hecho de verse en el espejo o retratado en una pintura o en una fotografía. En esos casos, nuestra identidad parece perfectamente igual a la original, aunque invertida. Es menos raro de lo que tendemos a creer el hecho de que, al vernos retratados en una fotografía, en un primer momento nos preguntemos quién es el de la foto, aunque no nos atrevamos a formular esa pregunta en voz alta, porque algo nos dice que esa persona es conocida, se parece a alguien cercano, a alguien que conocemos bien. Para no hablar de los espejos, esas ventanas al mundo de los espíritus. La imagen que se refleja en ellos se identifica a menudo con el alma de la persona; de ahí que los vampiros, cuerpos sin alma, no se reflejen en ellos. En una época, cuando un moribundo estaba a punto de dejar este mundo, era común que se cubrieran los espejos por temor a que el alma del agonizante quedara encerrada en ellos.
Volviendo a Goethe, la imagen que el poeta vio durante aquel paseo a caballo por los alrededores de Frankfurt, ¿correspondía a la que él conocía de sí a través del espejo, o en cambio era aquella que efectivamente habría visto si se hubiese encontrado consigo mismo andando a caballo por los alrededores de Frankfurt?
Hay un único modo de verse tal como somos en realidad y como aparecemos ante el prójimo: la heautoscopía, el encuentro frente a frente con nuestro doble.
Pero a lo mejor, para experimentar algo así hace falta ser Goethe y saber andar a caballo.