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Momentos Munich

La presión de Rusia en Ucrania y Crimea. El plebiscito que dejó dudas en Occidente y la victoria para Moscú, en un interminable rompecabezas que comienza en Siria y llega hasta Turquía. Estados Unidos, en su laberinto.

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Alguna vez el británico Winston Churchill escribió –o dijo– que a menudo había tenido que comerse sus palabras, para terminar descubriendo que eran una dieta equilibrada. Sucede que algunas de ellas son verdaderos hechos de habla, por lo que sólo deberían servir para ser usadas una vez o, directamente, para ser calladas.

A poco de culminado el plebiscito mediante el cual el 96,77% de la población de la región ucraniana de Crimea votó el domingo 16 de marzo a favor de la adhesión de la provincia a Rusia, Arseni Yatseniuk –primer ministro ucraniano– dijo de los separatistas que los iban a ir a buscar hasta encontrarlos, en un año o en dos, para conducirlos ante la Justicia en tribunales ucranianos e internacionales. “La tierra arderá bajo sus pies”, berreó.

Vladimir Putin, presidente de Rusia, tampoco tardó mucho en empotrarle a su homólogo Obama un compendio sobre lo que pensaba acerca de la cuestión: grupos ultranacionalistas y radicales son los responsables de la creciente violencia que agrava la crisis en Ucrania, ante “la incapacidad y falta de voluntad de las actuales autoridades de Kiev” para frenarlos. El resuelto Putin sigue al enciclopedista Diderot: “El mejor orden de cosas es aquel en el cual yo debo existir; y ¡a paseo! el más perfecto de los mundos si yo no estoy en él”. Cuando se lee “él” debe leerse “su” Rusia.

El martes 18 de marzo, Putin, Serguei Axionov –primer ministro de Crimea– y Alexei Chali –líder de la ciudad de Sebastopol, que también se integrará como federada– firmaron un tratado por el que se las acoge al seno de la Federación Rusa, se contempla la celebración de elecciones en septiembre de 2015 y se concede la nacionalidad a los habitantes recién llegados. Al día siguiente la Corte Constitucional consideró el acuerdo arreglado a la ley, y el 20 de marzo Putin sometió a la consideración de las representaciones legislativas tanto la unificación cuanto los proyectos de enmienda a la Constitución. Un día antes, Rusia comenzó con la emisión de pasaportes nacionales a crimeos.

Contemporáneamente, banderas rusas eran izadas por fuerzas rusas en diversos asentamientos militares dentro de Crimea, naves rusas eran aseguradas en ciudades portuarias como Sebastopol y movimientos de tropas rusas daban órdenes implícitas (en ruso) a tropas crimeas, mientras que el presidente interino de Ucrania, Oleksandr Turchynov (como corresponde a un ex portavoz parlamentario) tronaba a oficiales crimeos para que en pocas horas cesaran hostigamientos y provocaciones, so pena de enfrentar “medidas adecuadas”.

Algunos analistas no se privaron de recordarles a Obama y a su secretario de Estado, Kerry, que enfrentaban ante Putin y Crimea su “momento Munich”, haciendo alusión a las palabras que pronunció en aquella ciudad el premier inglés Arthur Neville Chamberlain en septiembre de 1938, luego de suscribir con Hitler los infamantes acuerdos que debían conducir a “la paz para nuestro tiempo” y que no evitaron la inmediata guerra.

Ya lo había mentado el propio Kerry en septiembre del año 2013, a propósito del “inconveniente Siria” y el eventual uso de armas químicas. Habiendo Obama recurrido a diversas posturas geométricas (“la línea roja” que no habría de ser traspasada), no se sabe a qué contorsión echará mano ahora. John Kerry había denominado por entonces al sirio Bashar al Assad “a two-bit dictator” (un dictador de dos bits), “que cometería mayores atrocidades excepto que fuese detenido”. Las cometió y continúa cometiéndolas. Se ve que lo de la línea no era una cuestión del color con el que se la mirara.

El célebre filósofo chino Zhuangzi, que vivió alrededor del siglo IV a.C., escribió –o dijo– que las palabras son ráfagas de viento, pero al propagarse lo mismo pueden producir frutos que daños y ruina. Cruzando, a través del Mar Negro, desde Yalta (famosa por la conferencia que se realizó en ella poco antes de concluir la Segunda Guerra Mundial) hasta Ankara, vale recordar que Recep Tayyip Erdogan, primer ministro turco, tuvo como buque insignia electoral durante su campaña por el poder la consigna “cero problemas con los vecinos”.

Desde este punto de vista no le fue bien, dado que Turquía los tiene con Grecia, Irak, Armenia, Siria…

Sin haber perdido su condición de político con mayor aceptación de su país, Erdogan enfrenta las reverberaciones de una investigación sobre actos de corrupción que hizo dimitir a cuatro ministros y alcanzó a uno de sus hijos; los dicterios vitriólicos que desde Estados Unidos le lanza el clérigo suní Fethullah Gülen –antiguo aliado–; las consecuencias sobre la economía de una merma de la confianza internacional sobre su país; los reproches ocasionados por las leyes que recortan el acceso a internet y acrecientan el peso del Poder Ejecutivo respecto del Judicial; y los sofocones que provoca el autoritarismo creciente del jefe de Estado.

Como si todo esto fuese poco, aconteció Crimea. Sea recurriendo al avión o a las teleconferencias consecutivas, el ministro de Asuntos Exteriores turco, Ahmet Davutoglu, trató junto con sus homólogos de Suiza, Estados Unidos, Alemania, Francia, Italia, Canadá y Polonia, a quienes se anexionaron –ya que estamos con Crimea– el secretario general de la ONU, Ban Ki-moon, y la alta comisaria de la UE, Catherine Ashton, para tratar de encontrar una posición común acerca de Ucrania y asegurar una solución digerible, ya que “es inaceptable que el referéndum viole en ese sentido la integridad territorial de Ucrania y su conformidad al marco constitucional y al derecho internacional”, al menos para Davutoglu. Si hubo revuelo en las comunicaciones, no trascendió.

Siendo Ucrania un socio estratégico para Turquía, y Rusia siendo Rusia, el canciller y sus amigos tártaros de Crimea (también visitó al ex presidente de la Asamblea Nacional de los tártaros de Crimea, Mustafa Abdülcemil Qırımoglu) no la tienen fácil.

Al panorama descripto se suman los dos millones y medio de sirios que han abandonado su país, parte de los cuales (más de seiscientos mil) está en Turquía, dentro del contexto de siete millones de personas adicionales desplazadas en ese lastimado país de la costa oriental mediterránea.

Yabrud, ciudad siria que albergó el templo de Júpiter Yabroudis (más tarde la Catedral de Constantino y Helena), no nos es ajena. De allí provienen los ancestros del ex presidente Carlos Menem y de allí procede el apellido Yabrán. El domingo 16 de marzo, cuando el conflicto interior entraba en su cuarto año arañando los ciento cincuenta mil muertos, las tropas leales al presidente Bashar al Assad recuperaron el “control total” de la ciudad, lo que permite al régimen abrir la ruta terrestre Damasco-Alepo-Mediterráneo, sofocando de este modo a los rebeldes, que por allí se aprovisionaban con vituallas procedentes del Líbano.

Siria es hoy un país sin fronteras definidas y con muchas áreas controladas por diferentes facciones. Es posible que, como en Irak o Libia, el control de una zona determinada perdure y germine en la creación de un nuevo cuasi Estado autónomo. El ejemplo más claro lo da la resistencia kurda, que controla una extensa región del norte y del noreste de Siria, pegada a la próspera y consolidada zona kurda (con yacimientos de petróleo incluidos) del norte de Irak y a su vez vecina de otra, situada en Turquía. Claro que el caso kurdo reúne características incomparablemente más sólidas que otros y que incluye su prolongada presencia histórica y cultural en la gran región que aspiran se constituya pronto como el “Kurdistán”.

Por otra parte, no parece que –para Estados Unidos– Siria sea un territorio en el que se jueguen intereses esenciales. Lo que da sustento al augurio de un prolongado, confuso y doliente conflicto que hiciéramos en su momento. La guerra no desaparecerá nunca porque matar o morir es la manera más fácil de entender las pasiones humanas.
Ingrid Bergman alguna vez dijo –no escribió–: “¿Beso? Un truco encantador para dejar de hablar cuando las palabras se tornan superfluas”. Sobran palabras, entonces, salvo que –en este caso– sin Ingrid Bergman ni beso