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Moneda única

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La fragmentación política de Europa y su incapacidad para unirse fragilizan especialmente a nuestro continente frente a la inestabilidad y la opacidad del sistema financiero. Es evidente que el Estado-nación europeo del siglo XIX ya no tiene el peso necesario para imponer reglas fiscales y prudenciales apropiadas a las instituciones financieras y a los mercados globalizados.

Europa sufre además una dificultad extra. Su moneda, el euro, y su banco central, el Banco Central Europeo (BCE), fueron concebidos a finales de los años 80 y comienzos de los 90 (los billetes en euros entraron en circulación en enero de 2002, pero el Tratado de Maastricht fue ratificado por referéndum en septiembre de 1992), en un momento en el que se imaginaba que los bancos centrales tenían como única función mirar pasar el tren, es decir, garantizar que la inflación permaneciera baja y que la masa monetaria aumentase grosso modo al mismo ritmo que la actividad económica. Después de la “estanflación” de los años 70, tanto los gobernantes como la opinión pública se dejaron convencer por el discurso que sostiene que los bancos centrales deberían, ante todo, ser independientes del poder político y tener como único objetivo reducir la inflación. Así, se llegó a crear, por primera vez en la historia, una moneda sin Estado y un banco central sin gobierno.

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En el camino, se olvidó que en el momento de crisis económicas y financieras profundas los bancos centrales constituyen una herramienta indispensable para estabilizar los mercados financieros y evitar tanto las quiebras en cadena como la depresión económica generalizada. Esta rehabilitación del rol de los bancos centrales es la gran lección de la crisis financiera de estos últimos años. Si los dos bancos centrales más grandes del mundo, la Reserva Federal estadounidense (Federal Reserve; en adelante, Fed) y el BCE, no hubieran impreso cantidades considerables de billetes (muchas docenas de puntos del PBI de cada uno en 2008 y 2009) para prestarlos a una tasa baja (0%-1%) a los bancos privados, es probable que la depresión hubiera alcanzado dimensiones comparables con la de los años 30, con tasas de desempleo mayores al 20%. Felizmente, tanto la Fed como el BCE supieron evitar lo peor y no reprodujeron los errores “liquidacionistas” de los años 30, época en la que se dejó caer a los bancos uno tras otro. El poder infinito de creación monetaria que tienen los bancos centrales debe estar sujeto a controles estrictos. Pero, ante crisis profundas, sería suicida no utilizar una herramienta de este tipo y su rol de prestamista de último recurso.

  Lamentablemente, si bien este pragmatismo monetario permitió evitar lo peor en 2008 y 2009 y apagar el incendio de manera provisoria, condujo también a no preguntarse lo suficiente por los motivos estructurales del desastre. La supervisión financiera progresó tímidamente desde 2008 y pretendió ignorar los orígenes de la crisis vinculados a la desigualdad: el estancamiento de los ingresos de las clases populares y medias y el aumento de la desigualdad, en particular en los Estados Unidos (donde el 1% de los más ricos absorbió cerca del 60% del crecimiento entre 1997 y 2007), contribuyeron de manera evidente a la explosión del endeudamiento privado. Sobre todo, este salvataje de los bancos centrales a los bancos privados que tuvo lugar en 2008 y 2009 no impidió que la crisis entrara en una nueva fase en 2010 y 2011, con el colapso de las deudas públicas de la Zona Euro. El punto importante a destacar aquí es que esta segunda parte de la crisis, que nos preocupa hoy, sólo concierne a la Zona Euro. Los Estados Unidos, el Reino Unido y Japón están más endeudados que nosotros (100, 80 y 200% del PBI en deuda pública respectivamente, contra el 80% para la Zona Euro), pero no sufren una crisis de la deuda. Por una razón muy simple: la Fed, el Banco de Inglaterra y el Banco de Japón les prestan a sus gobiernos respectivos a una tasa baja –menos del 2%–, lo que permite calmar los mercados y estabilizar las tasas de interés. Por su parte, el
BCE prestó muy poco dinero a los Estados de la Zona Euro –de allí la crisis actual–.

Para explicar esta actitud específica del BCE, se suelen evocar los traumatismos ancestrales de Alemania, que tendría miedo de recaer en la hiperinflación de la década de 1920. Esta pista no me parece muy convincente. Todos sabemos que el mundo no está amenazado por la hiperinflación. Lo que nos amenaza hoy es más bien una recesión deflacionista, con una disminución o un estancamiento de los precios, los salarios y la producción. (...)

En realidad, el problema específico que debemos afrontar, y la explicación principal de nuestras dificultades, es, lisa y llanamente, que la Zona Euro y el BCE fueron mal concebidos desde el comienzo y, por lo tanto, resulta difícil refundar las reglas en plena crisis. El error fundamental ha sido imaginar que se podía tener una moneda sin Estado, un banco central sin gobierno y una política monetaria común sin política presupuestaria común. Una moneda común sin deuda común no puede funcionar. En rigor, puede funcionar en tiempos de calma pero, a largo plazo, nos lleva a una explosión.

Al crear la moneda única se prohibió la especulación sobre los 17 valores de cambio de las monedas de la Zona Euro: ya no se puede apostar a la caída de la dracma con relación al franco, o a la caída del franco con relación al marco. Pero no se anticipó que esta especulación sería reemplazada por una especulación sobre las 17 tasas de interés de las deudas públicas de la Zona Euro. Pues bien, esta segunda especulación es, a largo plazo, todavía peor que la primera. Cuando se ataca el valor de cambio, siempre es posible tomar la delantera y devaluar la moneda, lo que permite al país al menos volverse más competitivo. Con la moneda única, los países de la Zona Euro perdieron esta posibilidad. En principio, deberían haber ganado a cambio estabilidad financiera, pero claramente no ha sido el caso.

*Economista / Fragmento de su nuevo libro, La crisis del Capital en el siglo XXI (Editorial Siglo XXI editores).