Alta noche. Pienso. Hijos del poder. ¿Qué hubiera sido de Mauricio Macri si una pasión insólita no lo arrastraba a la orilla? Un proyecto offshore más girando alrededor de Franco, su padre. Qué es ahora Martín Báez sino otro bolso de Lázaro. ¿Y Máximo? Un chico, olvidado en el Sur que a sus cuarenta años trata de zafar y se hace cargo de lo que le tocó. Facundo “El pollo” De Vido, consumido a la sombra de Julio, su padre. Julieta Jaime, que le prestó el nombre a su padre Ricardo, y escrituró para siempre la propiedad de una culpa insoportable. Desde las cumbres políticas o económicas, los apellidos empujan y ruedan nombres de pibes al abismo de la vergüenza.
Romina, la hija del “Bombón” Mercado y Alicia Kirchner, involucrada en el lavado de Hotesur. Sebastián, el hijo de Daniel Pérez Gadín, el contador de Báez. Luis, hijo del diputado Luque, condenado por el asesinato de María Soledad Morales en Catamarca. Lautaro y Eduardo (Braun Billinghurst), Germán (Braillard Poccard), Horacio (Pozo) Francisco (Méndez), Gonzalo (Marasco), Andrés (Gallino), los “hijos del poder” en Corrientes, acusados por la muerte de Ariel Malvino en una playa de Brasil. Gabriel Alperovich, encubierto de las sospechas del crimen de Paulina Lebbos bajo el ala de su padre José, el ex gobernador de Tucumán.
Todos ellos, ya mayores, recuperados de sus penas o castigos, nunca dejarán de ser hijos de. ¿Quién y cómo se resiste a esa violación del derecho al propio orgullo, a la dignidad? La diputada Victoria Donda todavía visita en la cárcel a su “apropiador”, el ex prefecto Juan Antonio Azic, en prisión perpetua por delitos de lesa humanidad. Hija de desaparecidos, Victoria no sabe cuándo es su cumpleaños. Nació, algún día de agosto de 1977, en la Escuela de Mecánica de la Armada, donde estaban secuestrados sus padres.
“El poder es impunidad”, definió Yabrán. ¿Impunidad o condena? Duele saber. Más, negar. La tanza del invisible cordón filial rodea el cuello. Aprieta y ahoga en mitad de la noche. Andan necesitados, seguramente, de lo que faltó: ejemplo, decencia, la palabra honrada, justa. Y, sobre todo, un silencio que escuche y comprenda. A cambio, recibieron todo lo que un padre patrón poder puede dar. Nada. Nada de lo que de verdad importa. El cuento se lo tuvieron que escribir y contar solos.
Miraba. Hace ya unos cuantos años, el Saturno devorando a sus hijos, de Goya, en el Museo del Prado de Madrid. Como se sabe, la pintura –como la de Rubens– alude al mito del tiempo que se devora todo y se traga a sus propias criaturas. Veo, ahora, en esa imagen, la avaricia, la ambición de eternidad que desgarra a dentelladas cuerpos adolescentes y bebe de su sangre y de sus sueños.
Miro. Pienso. Este tiempo no es aquél. En los pasillos del museo los pies se demoraban en susurros. Ahora, los pasos del monstruo retumban, su corazón late a la velocidad de la luz y de la sombra. Es, a la vez, frágil, instantáneo, táctil, líquido, fugaz. Se siente, se sabe que está, que pasa. De pronto, entra en convulsión y se engulle a cinco pibes antes del amanecer, enseguida se limpia la espuma de la sangre con el antebrazo, salta, baila un poco más y se va. Ya no es, ya fue.
El estridente ulular de las ambulancias siempre desesperadas, deshizo la escena del museo y desanudó el tránsito de la madrugada en vela. Desde la ventanilla, al socorro urgente, como si fuera una pantalla de televisión, un médico, entre lágrimas, ruega: “besen a sus hijos al despertar por la mañana. No veamos más camas vacías”.
Dios te SAME, Crescenti. Pienso yo, que no creo.
Veo. Pibes durmiendo en los umbrales. Pibes sin laburo. Empacados. Sin posibilidades de saber, de entender. ¿Qué hay para ellos a cambio de apurar el tiempo que los devora? Hijos de la ambición, del relato, hijos de lo que hay, de los restos, de la miseria, del vacío. Soldaditos de una guerra perdida. Sacrificios ofrecidos a un poder insaciable. Demasiado robo, demasiado olvido, demasiada muerte, demasiado joven. Y sólo el SAME, de última.
*Periodista.