COLUMNISTAS

Moyano y Saadi

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El triunfalismo que generó la victoria del kirchnerismo en las elecciones de Catamarca hizo dar por descontado a muchos que Cristina será reelecta en primera vuelta. Que octubre será un trámite. Desde ambos sectores de la oposición, el radicalismo (Cobos) y el Peronismo Federal (Rodríguez Saá), surgieron voces que pedían abandonar las internas con distintas justificaciones pero con la tácita idea de para qué hacer internas si total ya se sabe quién va a ganar. Y se volvió a especular con Macri yendo a la reelección como jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires.
La eventual existencia de una ciudadanía ampliamente kirchnerista y la tremenda dificultad de la oposición para poder presentar una alternativa al proyecto oficial que resulte convocante llevarían a preguntarse: ¿la Argentina es un país de centroizquierda o progresista? ¿Los argentinos tenemos aversión a la centroderecha y aquí nunca podrían ganar elecciones Sarkozy, Merkel o el Partido Popular de España o el Republicano de Estados Unidos?
Se podría aventurar que definitivamente en la Argentina se consolidó la idea de que allí donde existe una necesidad, siempre existirá un derecho; que en la relación entre derechos y deberes, los primeros se sobreponen a los segundos, y que ante cada conflicto de intereses –en toda circunstancia y no sólo en determinadas–, primarán los del más débil.

Pero la empiria cotidiana no indica que los argentinos tengan ideales de izquierda y que en muchos aspectos priman ideas opuestas, no pocas veces conservadoras y hasta reaccionarias.
Néstor Kirchner insistió mucho en que la política argentina debía organizarse sobre dos grandes campos: uno de centroizquierda y otro de centroderecha. En su tiempo, trató de marcar la cancha hablando de la derechización de Carrió y eligiendo a Macri como exponente paradigmático de su espejo invertido de centroizquierda. Pero no logró que emerja un fuerte aglutinamiento en el campo de la centroderecha. ¿Por qué?

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Quizá las elecciones de Catamarca sirvan también para acercarnos a la respuesta. O por lo menos a una hipótesis: el kirchnerismo no es de centroizquierda sino un movimiento pragmático que absorbe en su seno a grandes sectores de la centroderecha. El ejemplo de Ramón Saadi en Catamarca brilló estos días, pero hace algunos años había sido Aldo Rico en San Miguel. O Scioli, quien a pesar de su gaseoso discurso da claras señales de sentirse más cómodo en las cosmovisiones de derecha que en las de izquierda.
El lema del kirchnerismo parecería ser: “No importa que usted sea de derecha, lo que le pedimos es que guarde sus ideas en silencio y no las haga notar para no corroer nuestro relato de centroizquierda”.

Eso lo había entendido bien la mayoría de los intendentes del Conurbano bonaerense, cuyas visiones de la vida son más cercanas a las de Berlusconi que a las de Zapatero. Y hasta que la Justicia lo cercó, también Hugo Moyano, quien en las elecciones de 2003, en lugar de apoyar a Kirchner, apoyó a Rodríguez Saá.
Es lo que tantas veces ya se escribió acerca de la importancia que tiene el relato por sobre lo real, las formas sobre el fondo, donde se saca patente de izquierda dejando que un puñado de personas corten una avenida para que por sobreactuación se note o se estigmatice a sujetos, físicos o jurídicos, emblemáticos, con el solo fin de mostrar coraje revolucionario mientras se pacta con otros iguales o peores para que los sustituyan en el mismo sistema, o se provoca a sectores reaccionarios para que muestren sus garras primitivas para, por contraposición, quedar expuestos como lo políticamente correcto.

La falta de un proyecto alternativo de centroderecha que resulte popular –además de reflejar el evidente corto vuelo de Macri, la vetustez de la imagen de Duhalde, el excéntrico discurso de Rodríguez Saá y la afasia de Reutemann– muestra cuán efectivo ha sido el kirchnerismo para cooptar la suficiente cantidad de representantes de la centroderecha para restarle masa crítica a los opositores de ese sector y así impedirles forjar algo que alcance una mínima escala como para resultar un contrincante serio.
La ambulancia de Duhalde debería haber podido cargar a Scioli, a los intendentes del Conurbano, a los sindicalistas o a Saadi. Pero no pudo cumplir su sueño porque el kirchnerismo realizó profilaxis reteniendo a “peronistas clásicos” dentro de su proyecto.
Quizá el exceso de nervio con el que la Presidenta, Néstor Kirchner en su momento y todos los seguidores de ambos colocan en sus intervenciones públicas no sea más que la compensación necesaria para disimular que el modelo poco tiene de revolucionario.
Todos los que se han reunido esporádicamente con Cristina, y antes con su ex marido, cuentan sorprendidos que sus modos nada tienen que ver con los públicos, que son educados y corteses y no agresivos u ofensivos como se muestran en los atriles.
¿Qué fin tendría mostrar en público un personaje tan crispado que hasta logró poner de moda la palabra misma? ¿Para qué exhibir obscenamente un atributo si no para reforzar una imagen que es una construcción teatral, necesaria en su exageración para tapar lo que se oculta? ¿La sonora batalla discursiva está disimula la debilidad de la batalla real? ¿Hay derrotas reales en los enemigos a los que el Gobierno declaró su guerra, o los muertos que el Gobierno mata gozan de buena salud?

Aquello que se automatiza es del orden de la parodia. Hace dos semanas, cuando la Presidenta estaba dando su discurso de apertura del año legislativo en el Congreso, en una farmacia de la Recoleta una señora grande le decía a la empleada que tenía el televisor prendido: “Está hablando la atorranta”. Esa señora está doblemente colonizada: por sus prejuicios sociales arcaicos y por el kirchnerismo, que se aprovecha de su ignorancia provocando los prejuicios de esta gente, y de otras algo menos retrógradas, para cosechar simpatías en todos los que rechazan esas visiones. En particular en los jóvenes, que se rebelan contra las injusticias con la mayor energía natural que les permite edad y sin los mecanismos de defensa contra las técnicas de seducción, por la falta de engaños anteriores.

Así como la poesía el juego de las formas importa más que el sentido, en política es menos costoso horrorizar estéticamente a ciudadanos desprevenidos dejando, por ejemplo, que se armen carpas de protesta en lugares simbólicos o simulando que se enfrenta a Estados Unidos, aunque por cuestiones menores, que realizar reformas en serio que terminen con la pobreza.
El motor narrativo del discurso del Gobierno han sido los gestos de pelea. La historia se encargará de medir si esas peleas tuvieron resultados concretos, proporcionales a su sonoridad discursiva.

Epílogo. Las nuevas instancias judiciales que fueron cerrando el cerco sobre Moyano pueden tener dos lecturas. La Presidenta, después de sentir repugnancia al ver que Ramón Saadi se redimía agarrado a sus polleras –y de ese modo el relato progresista sobre el que se ordena toda su gesta quedara escandalosamente contradicho por la realidad, poniendo también en peligro el pacto de creencia con sus seguidores–, le vino bien una acción compensatoria en sentido opuesto: mostrar inicialmente que no se protegía a Moyano, contribuyendo a inmunizarse de la infección Saadi.

La otra: que, envalentonados con el triunfo en Catamarca, los sectores verdaderamente de izquierda del kirchnerismo están decididos a darle coherencia a su relato y a deshacerse de la derecha que los habita. El levantamiento del paro del lunes es apenas una tregua. En cualquiera de los casos se vienen cambios.