Paradójicamente, la economía argentina muestra hoy varios presentes simultáneos, entrecruzados y de distinto signo.
Un presente “productivo”, caracterizado por el estancamiento, aunque en niveles altos, o con muy leve crecimiento, sin generación de empleo privado y con baja inversión. Sólo invierte quien recibe algún premio, o porque es impostergable, o porque permite destinar pesos acumulados, en un intento por reducir una eventual licuación. Esto explica el estancamiento productivo: la seguridad de que los actuales precios relativos –incluyendo el del dólar y los de los servicios públicos– están “fuera del equilibrio” y, dado que se trata de precios claves, este desequilibrio se expande a todos los precios. A esto se suman las trabas crecientes en torno al movimiento habitual de las empresas, restricciones a la importación, controles de diverso tipo, presión fiscal insostenible para financiar los subsidios y el gasto desbordado. Resulta difícil imaginar modificaciones importantes de este presente sin una recomposición del sistema de precios.
El segundo presente se relaciona con una economía que se mueve con precios aumentando a velocidad crucero, en torno al 2% mensual, con algunos picos, cada vez más frecuentes, del 2,5% y hasta 3%. Este escenario inflacionario alienta el consumo de todo tipo (para eludir el impuesto inflacionario) a la vez que mejora nominalmente los ingresos fiscales de la Nación y las provincias. Pero al mismo tiempo deteriora el poder de compra de asalariados informales, autónomos y hasta el de los asalariados formales y jubilados quienes, pese a estar “ajustados” en números cercanos a la inflación real, no logran mantener el poder de compra pese al mecanismo de periodicidad semestral habitual. A la vez, reduce la rentabilidad de las empresas que no pueden trasladar todo el incremento de sus costos por razones regulatorias o por menor poder de mercado, y ya no pueden compensarlo con más volumen.
Este presente inflacionario se convierte en una espada de Damocles para la estabilidad macroeconómica de corto plazo, dado que la inflación alta siempre corre el riesgo de transformarse en inflación desembocada, ante cualquier imprevisto.
Existe, asimismo, el presente de las economías regionales y del sector agrícola, exportadores netos, que sufren los precios relativos ya mencionados, sumado a un escenario global con precios de las commodities que ya no suben, y economías clientes que traccionan muy poco, con competencia fuerte en algunos sectores por la recesión de la Europa mediterránea y de las devaluaciones de monedas regionales.
Un presente complementario se observa en las necesidades de dólares del sector público, que, al negarse a reconocer el verdadero precio de la divisa y de la energía, intenta manejar la escasez con el racionamiento y el uso de las reservas del Banco Central. Este presente está siendo, aparentemente, “moderado” con el intento parcial de normalizar una parte de las quebradas relaciones financieras con el mundo, aunque quedan temas gruesos por resolver, como el la deuda con el Club de París, las demandas de Repsol, la de bonistas que no entraron al canje, etcétera.
Existe, además, un presente “cultural y social”, producto de varias décadas de populismos alternados, de diverso signo y calibre, que marca el contexto de todos los presentes enumerados.
Y finalmente, el más auspicioso, es el presente del “valor de los activos”. Como tal presente se calcula imaginando “un futuro mejor” a partir de 2016, el valor de las empresas argentinas, con este cálculo, mejora sensiblemente, dado que se las supone insertas en ese horizonte mejor.
Sin embargo, aunque coincidiendo, ese futuro mejor no surgirá mágicamente de otra fantasía, para compensar la fantasía kirchnerista.
No se trata de reemplazar relatos.
Se trata, por el contrario, de ir encontrando soluciones consensuadas, a los “presentes” que dejará la administración actual.