Al no considerarme alguien particularmente proclive al festejo de la muerte suelo aplaudir, cuando la ocasión lo requiere, aquellas palabras de Unamuno pronunciadas el 12 de octubre de 1936 en la Universidad de Salamanca, durante una ceremonia de la que por aquel entonces se llamaba Fiesta de la Raza. Un fascista, José Millán-Astray, gritó a voz en cuello “¡Mueran los intelectuales! ¡Viva la muerte!”, a lo que Unamuno replicó con un breve discurso que es demasiado largo para trasladar aquí, pero que terminaba con estas palabras: “Venceréis, pero no convenceréis. Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta, pero no convenceréis porque convencer significa persuadir. Y para persuadir necesitáis algo que os falta en esta lucha, razón y derecho.” Aplauso.
Y sin embargo podría gritar ¡Viva la muerte en el cine! Y en la literatura. Porque amo algunas muertes. La de Humphrey Bogart en Horas desesperadas, arrastrándose sobre el jardín atravesado por las balas hasta la cámara, para desfallecer casi cuando estaba a punto de alcanzarla. La de Zbigniew Cybulski, el James Dean polaco, en Cenizas y diamantes, cuando luego de haber entregado su cuerpo pero no su alma a la mujer que ignoraba que amaba cumple con su misión, asesina y debe huir, pero en la huida es alcanzado por las balas y muere en un basural, abrazando los deshechos, su única compañía.
En Todo para vender, la película con la que Andrzej Wajda despide y honra a Cybulski, un personaje, señalando las baldosas de un bar, dice: “Anoche, aquí mismo, nos mostró cómo moría en una película”. Y todos recordamos a Maciek pataleando en posición fetal como un niño caprichoso (a fin de cuentas comprendemos que solamente era eso, un niño caprichoso).
Entre los libros, naturalmente, salta el nombre de Jerzy Andrzejewski, pero la muerte de su Maciek no debe de ser tan espectacular si no la recuerdo. En cambio recuerdo perfectamente la muerte de Guillaume Thomas en Thomas el impostor, de Jean Cocteau. En realidad recuerdo más la lectura que de esa muerte hace Michel Subor en El soldadito de Godard. Bruno Forestier lee el final de Thomas el impostor apretujado en el asiento trasero de un auto, confundiendo fantasía y realidad (como Guillaume).
La de Josef K. en El proceso. Su muerte es tan intolerable que Orson Welles decidió dejarle una esperanza de vida cuando la llevó al cine: nadie que termine de ver El proceso de Welles volverá a casa seguro de que Josef K. está muerto.
Pero tal vez no haya muerte más despiadada y triste que la del partisano Milton en la novela Una cuestión privada de Beppe Fenoglio, una muerte que tiene mucho en común con la de Maciek en Cenizas y diamantes, cuando la suerte no está del lado de quien quisiéramos pero lo que está en juego es el final, y en el final los héroes tienen que morir.
Los hermanos Paolo y Vittorio Taviani filmaron ese libro en 2017. Fue el último trabajo que hicieron juntos: Vittorio murió pocos meses después de la salida de la película. Todavía no encontré el valor para verla.
La muerte de Milton es tal vez la más triste jamás escrita. El final deja, como se dice, il fiato sospeso, el lector sigue esperando que suceda algo: la esperanza de que luego de la última frase el protagonista siga vivo y prosiga su desesperada búsqueda de la verdad. Una especie de metáfora de la vida, solo que no es metáfora y no es vida.