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Muertos de risa

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Habría sido preferible referirse por ejemplo a la música e invocar a Brahms o a Wagner. O referirse a la filosofía, e invocar a Kant o a Hegel. O bien a la literatura, e invocar a Thomas Mann o a Goethe. O bien a los autos, y decir Audi, decir BM, decir Mercedes. Habría sido preferible hablar de las cervezas. Habría sido preferible hablar de las salchichas. Lo que no parece preferible, y ni siquiera conveniente, fue decir que a Alemania se la lleva en la sangre. Porque esa figura, la de la sangre, aunque consta en jurisprudencias, convoca las versiones más nefastas de los mitos de identidad y sus delirios de pureza. Si se quiere demostrar simpatías, podría haber giros mejores.

No obstante, el otro día, Donald Trump fue y lo dijo, así tan pancho. Y se lo dijo a Angela Merkel, tan luego. Pero al oírlo, por un instante, Merkel se tentó: soltó la risa y debió contenerse. Los disparates proferidos por Trump no son noticia, o son noticia pero repetida. Lo es, en cambio, según creo, la risa que se le escapó a Merkel. Porque de Merkel sí se obtiene lo que se espera: compostura, moderación, formalidad, protocolo. Ni el desborde ni el desarreglo, ni el derrape ni la incontinencia. Y sin embargo, ahí estaba: dejando escapar una risa, teniendo que esmerarse para poder recobrar la seriedad de inmediato.

Se tentó. Ella, la canciller de Alemania, con él, el presidente de los Estados Unidos. Se tentó porque Donald Trump es risible, no importa si con intención o sin ella. Sabemos, por Mijail Bajtin por lo pronto, la potencia corrosiva que la risa y la mofa carnavalesca, pueden llegar a asumir respecto a los poderes constituidos, sus ritos y sus símbolos, su principio de autoridad. Sabemos de qué manera puede horadar el poder esa clase de causticidad, la de la sátira, la de la parodia. Pero, ¿qué pasa cuando es el propio poder el que admite ser risible? ¿Qué pasa cuando es la propia autoridad la que asume lo carnavalesco? ¿Cómo caricaturizar al poder que es de por sí caricatura? ¿Cómo poner en ridículo al poder que de por sí se pone en ridículo? ¿Qué ocurre con la inversión transgresora de coronar como rey al bufón, cuando el propio rey es bufón y no tiene problemas con serlo? ¿Podrá ser que, en tales casos, la sátira acabe por hacerle el juego al poder, en lugar de cuestionarlo?

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La escena del otro día entre Trump y Angela Merkel resume ajustadamente el dilema. Porque Merkel sabe bien que no tiene que reírse, y, sin embargo, no pudo evitarlo. Y Donald Trump, por su parte, sabe bien que muy a menudo da risa; lo sabe, pero no le importa. O lo sabe, pero advierte que no lo desgasta, que hasta puede que lo fortalezca, que a veces el chichoneo frívolo, que a veces el cinismo superficial, son perfectamente funcionales a las causas más cuestionables.