Lo segundo más buscado en internet es pornografía. Lo primero, videos de gatitos.
Quizás atendiendo a esta tendencia es que mentes iluminadas presuntamente canadienses han creado los “criptogatitos”.
El asunto, según leo superficialmente (sin indagar más de lo necesario para no deprimirme), se inició como un juego en el que se podían comprar caricaturas de gatitos a puro píxel con rasgos intercambiables y jugar a la cruza, otra manera de pornografía pero con intenciones reproductivas. Así se podían crear gatos más entrañables combinando las maravillas del gatito papá y la gatita mamá.
Progresivamente el sistema de compra de pelajes y cromosomas pasó a ejecutarse mediante compleja moneda virtual que, como el bitcoin, también cotiza. Si alguien lo desea, surge un precio. Es posible enriquecerse sin labrar la tierra ni descubrir una vacuna, ni apostar a la cotización futura de un Modigliani: se puede ganar dinero apenas combinando los rasgos de belleza de la primera cosa más buscada en internet: gatitos.
Es muy arduo imaginar qué mundo heredarán mis hijos o saberse parte de unas generaciones que se extinguen tan rápido. Pero, ¿no habrá pasado lo mismo ante cada giro lingüístico en la historia del hombre? El descubrimiento de la pólvora, de América, de la plusvalía, ¿no habrán sido apenas precursores novedosísimos de esta cima de extrañamiento simbólico del valor? ¿No se destilan en el ápice de los criptogatitos años y siglos de deseo humano, de apetito de control estético, de acumulación de capital simbólico, de ambición de comercialización extrema, de apotema de propiedad privada?
No. Es solo un juego. Con jugadores con rasgos excluyentes, como tener internet y escribir en inglés. O disponer del dinero a invertir en algo tan etéreo. ¿A quién le sobran mil o doscientos mil dólares para comprar unas manchitas?
El infantilismo en el advenimiento de los criptogatitos habla de muchas más cosas que de mera economía postmarxiana. Aún no he decidido de cuáles habla.