En una de mis columnas del año pasado, en este mismo diario, evoqué mi hipótesis de que las sociedades humanas, desde el punto de vista de la comunicación, se pueden describir como configuraciones de espacios mentales que se agrupan en “mundos” –por ejemplo: mundo profesional, político, familiar, sexual, del deporte, de la salud, de la comida, de la amistad–, más o menos segregados o interconectados, según los casos. A partir de la consolidación del capitalismo, las sociedades “modernas” se han caracterizado por una creciente complejidad de la vida social y en consecuencia por generar más mundos que las sociedades premodernas; en cuanto a determinar si los mundos están hoy más interconectados entre sí que en las sociedades premodernas, gracias a las tecnologías de la comunicación, hay que tener cuidado y tratar esa pregunta como una cuestión empírica; en las sociedades actuales tenemos mundos tanto o más encapsulados que muchos mundos identificables en la antigüedad o en la Edad Media.
Un miembro cualquiera de la sociedad navega por diferentes mundos a lo largo de su actividad de vigilia (esta antigua metáfora de la navegación, actualizada por Internet, sigue siendo extremadamente poderosa) pasando de un mundo a otro con mayor o menor dificultad, viéndose sometido a diferentes rituales y condiciones y constatando también, en determinados momentos, que hay mundos en los que no puede entrar. Uno de los aspectos centrales para el actor es la cuestión del poder: en el mundo en que me encuentro en un momento dado, ¿con respecto a quiénes me defino como igual, quiénes son diferentes de mí? Y cuando hay relaciones de poder en juego, ¿quién es inferior, quién superior a mí?
Los ciclos del tiempo social afectan las relaciones de los actores con los mundos. Un momento particularmente interesante es el período de vacaciones, sobre todo si se ha tomado la decisión de cambiar de contexto (viajar al extranjero, ir a un país en el que se habla otra lengua, etc.). Cuanto mayor es la descontextualización, tanto más probable es que las fronteras entre los mundos se vuelvan problemáticas, que se perturben los rituales de entrada y salida, que se multipliquen los malos entendidos en cuanto a los indicadores sobre el tipo de situación en que uno se encuentra en un momento dado. Todo esto puede formar parte, claro, de la diversión propia de un proyecto de “vacaciones en el extranjero”.
En lo que a mí respecta, no todas las negociaciones relativas a las fronteras entre mundos son placenteras. En un país extranjero, me resultan problemáticas, me descolocan, aquellas en donde está en juego la desigualdad social: la descontextualización hace que los gestos y actitudes que la situación “solicita” de mí sean explícitos y visibles (no automatizados, como en la cotidianeidad del país donde vivo) y esa solicitación, a la vez, me sorprende y me irrita.
Hace pocos días en Pontal do Peba, litoral sud del estado de Alagoas, Brasil. En la inmensa playa de arenas blancas (que es al mismo tiempo la principal avenida del pueblo por la que circulan autos, camiones, motos y hasta un ómnibus), hay sólo dos posadas, una claramente popular y la otra de clase media burguesa, por decirlo de alguna manera, marcada por un nombre y un propietario franceses, además de un CD de Jacques Brel que difunden los parlantes alrededor de la piscina. Trescientos metros de arena las separan, pero está claro que se necesitan una tonalidad de voz, una expresión facial y una postura corporal totalmente distintas, en una y en otra, para pedir una caipirinha.
En la sede del Centro Internacional de Semiótica y Comunicación (Ciseco) de Japaratinga, también en Alagoas, del que he hablado en alguna de mis columnas y donde me encuentro en este momento, se está instalando una churrasquería y yo debo oficiar, ante el artesano que la construye, de “patrón”. Como debo asegurarme de que el objeto final tenga las características técnicas de una parrilla argentina, nuestra interacción es densa. Pero las diferencias de color de piel activan necesariamente, en el nordeste del Brasil, el pasado histórico de la esclavitud, y sobre todo determinan las diferencias de clase. Es a priori impensable que patrón y obrero puedan sentarse a una misma mesa para discutir algo: el obrero permanece de pie, a una distancia respetuosa.
Entonces lo invito a sentarse a mi lado. Aprovecho mi estatuto ambiguo de extranjero para rechazar esa búsqueda constante de una confirmación del carácter natural de la desigualdad, permanentemente solicitada por los espacios, los gestos, la ropa, las miradas, el tono de voz, los silencios.
Bueno. En vacaciones, cada uno busca a su manera sentirse mejor. ¿Las vacaciones no forman parte, al fin y al cabo, de lo que nuestras sociedades llaman el “tiempo libre”?
*Profesor plenario Universidad de San Andrés.