En la ciudad de Lima, capital del Perú, la Plaza San Martín es el único espacio más o menos íntegro en una ciudad que se caracteriza por su desintegración y su deshilvanamiento, como si hubiera estallado en pedazos que no consiguen juntarse.
La Plaza San Martín se inauguró el 27 de julio de 1921 en conmemoración del Centenario de la Independencia de Perú, con diseño, ornamentación y jardinería a cargo de Manuel Piqueras Cotolí, que usó mucho mármol y granito, fuentes y farolas de bronce en un estilo neoclásico que la antigua Lima desconocía.
El monumento que domina la plaza representa a San Martín, el Protector, en su cruce triunfal de los Andes, diseñado por el escultor catalán Mariano Benlliure en concurso internacional.
De los muchos monumentos a los héroes de la Independencia, el que ocupa esa espléndida plaza es tal vez el más curioso de todos los que en el mundo existen. Representa, por supuesto, a un San Martín a caballo de 16 metros, muy elegante aunque no tan guapo como los Bolívares que los escultores inmortalizaron.
Debajo, sendas muchachas desnudas con los cabellos al viento (alegorías de la Gloria y la Fama) portan la guirnalda triunfal y una tercera figura femenina sostiene un bloque de piedra con la inscripción: “La Nación al General don José de San Martín”.
La curiosidad es un buen índice del carácter sincrético de ese heroismo: la Nación (mucho más púdica que las otras dos, ocultas sus formas, como corresponde) sostiene los laureles en alto y sobre su cabeza peinada se destaca una llama que debía simbolizar el fuego irrefrenable de la Independencia.
No se sabe si por un error en la interpretación de las indicaciones o por una voluntad de reivindicar las cosas nuestras (en lugar de tanta cháchara napoleónica), lo cierto es que la dicha llama no es una flama sino un camélido: ese noble animal que cargó las provisiones del ejército libertador.
Tal vez todas las efemérides no sean sino esa confusión entre símbolos abstractos y trabajos concretos.