Es lo que necesito.
Estoy en mi camarín, en los recónditos subsuelos y mazmorras del Teatro Colón, que se extienden bajo las calles circundantes de manera descontrolada, sin que uno pueda saber qué autos y colectivos y metrobuses le pasan por encima de la cabeza.
Los teatros gigantescos me paralizan. Su escala es confusa. Saco cuentas bobas mientras busco dónde colgar mi smoking usado y un kimono de geisha que pienso ponerme en la función (es una larga historia): ¿cuánta gente trabajará acá? ¿Ochocientas almas, mil quinientas? ¿Barredores, peinadores, seguridades? Y si todos ellos decidieran ir a ver las obras del teatro, ¿qué pasaría? No quedarían entradas para los ciudadanos de a pie. Es escalofriante. También lo es la deducción contraria: es seguro que estas personas no verán las producciones. Trabajan incansablemente para pegar una tarima con otra, para vestir figurantes, para hacer que un funcionario con otras prioridades firme los contratos de un cantante. Pero una vez hecho el trabajo, es muy probable que no sepan cómo es la obra que motorizan. Cientos de empleados que me asisten sonriendo no verán jamás para qué les pido este kimono. O una percha.
Mi camarín es uno entre cientos. Si cada uno de estos cubículos necesitara dos o tres perchas, pedir una simple percha se transformaría en un ejercicio de macroeconomía con compras a granel, autorizaciones varias, memos, lío. Aquí, lo singular es plural por definición.
Cuelgo todo de un picaporte y me callo la boca. Y trato de entrar una percha mía de contrabando. Y cruzo los dedos, esperando que la escala se me humanice.