Está claro que el súbito “progresismo” macrista (desde el antikirchnerismo jamás se lo tildaría de populista) obedece más a la necesidad que al convencimiento. Pasados los opacos resultados en elecciones locales y el preinfarto porteño, es hora de la pelea grande, donde los números lucen estancados.
Por eso Macri ha decidido dejar de cazar en el zoológico. Cree que tiene asegurado, pase lo que pase y diga lo que diga, el voto anti K. Y empieza a avanzar sobre terrenos antes denostados, sin detenerse: ayer PERFIL adelantó qué otras banderas del kirchnerismo también serán izadas por el macrismo versión electoral, con todos los instructivos que hagan falta.
Mal que le pese al círculo rojo, la lógica es de fierro: la mayoría de la sociedad expresa su respaldo a muchas de las políticas sociales y de intervención del Estado de la última década.
Aunque aún nadie se anima en público a criticarlo, este giro abrió alguna que otra grieta en el PRO, en especial entre economistas y empresarios devenidos en cuadros amarillos.
En ese espacio interno desencantado, los críticos más contemplativos lo explican desde el gaseoso concepto de las promesas de campaña. Un eufemismo para explicar que no se harán realidad estos compromisos asumidos si se llega a la presidencia.
Cambiar de opinión es una cosa, pero estafar sería otra, mucho peor.