La crisis política y económica por la que atraviesa Brasil, el país más grande de América Latina, es tan profunda que ni el tradicional carnaval –que se inicia el 5 de febrero– logrará hacer olvidar a los brasileños que después de un muy mal 2015, 2016 se anticipa aún peor. Con una recesión que hará que la economía se vuelva a contraer en más de 3% por segundo año consecutivo, tasas de interés que desincentivan la toma de riesgos y una inflación de dos dígitos que debilita el poder de compra de una golpeada clase media, hay pocas razones para celebrar en Brasil.
Si bien la crisis económica es la causa de los males que aquejan al gigante sudamericano, la crisis política ha ayudado a que la crisis económica empeore y a que la gente esté desesperanzada respecto de una posible recuperación. Después de 15 años de gobiernos consecutivos del izquierdista Partido de los Trabajadores (PT), Brasil atraviesa una crisis de liderazgo político. La presidenta Dilma Rousseff –reelecta para un segundo período a fines de 2014– tambalea producto de un escándalo de corrupción que se inició en el gigante petrolero estatal Petrobras, pero cuyas ramificaciones alcanzan incluso al círculo íntimo de la propia Rousseff. Como si eso no bastara, una investigación sobre donaciones a Rousseff en 2014 podría llevar al tribunal electoral a revocar el mandato de la presidenta. Aunque Rousseff tiene buenas chances de resistir el juicio político en la Cámara de Diputados –y probablemente no prospere el intento por anular la elección de 2014–, la presidenta brasileña parece más preocupada por evitar su destitución que por sacar a su país de la crisis económica.
Con una aprobación en torno al 10% –la más baja en los últimos 25 años–, Rousseff tiene problemas incluso para mantener la disciplina de sus aliados en el Congreso. Después de liderar una coalición de nueve partidos que obtuvo 303 de los 513 escaños en la Cámara de Diputados y 53 de los 81 escaños en el Senado, el gobierno ha perdido la mayoría en el Congreso. Incluso varios legisladores del PT, su propio partido, han renunciado a la colectividad, alejándose de la impopular presidenta. La figura del ex presidente Lula, con sus 70 años, representa también un duro contraste, en tanto Lula fue popular durante sus ocho años en el poder y el país creció a tasas saludables, con positivos resultados en reducción de pobreza e inclusión social. Es cierto que la economía mundial pasaba entonces por un ciclo favorable para Brasil y que hoy el propio Lula está siendo investigado en una de las tantas aristas del escándalo de corrupción. Pero aunque es sobreviviente de un cáncer, Lula aparece como un líder mucho más popular y como una alternativa atractiva para remplazar a Dilma en la presidencia de Brasil.
Incapacitada para convertir la crisis económica por la que atraviesa el país en su primera prioridad, Rousseff debió reemplazar a su ministro de Hacienda, Joaquim Levi, a fines de diciembre. El nuevo ministro, Nelson Barbosa, ha prometido mantener las políticas de disciplina fiscal de Levy que, al provocar tal resistencia, lo llevaron a renunciar. Pero Barbosa ha sido menos drástico en su intento por introducir disciplina en las desordenadas cuentas fiscales que han alimentado la crisis de credibilidad por la que atraviesa la economía brasileña.
Desde su independencia, la historia de Brasil ha estado repleta de períodos de rápido crecimiento inducido por los altos precios de sus productos de exportación seguidos de ciclos de estancamiento causados por la caída en los precios de sus commodities. La sensación de vértigo causada por períodos de boom seguidos de ciclos de recesión ha sido la tónica en ese país que, en el pasado, ha visto frustrado su sueño de alcanzar el desarrollo. Pero desde que el presidente Fernando H. Cardoso (1995-2002) implementó reformas liberalizadoras –y pese a que el país también atravesó una crisis en 1998–, Brasil parecía haberse encaminado por el sendero del desarrollo y del progreso inclusivo.
Las malas noticias empezaron a hacerse evidentes con las protestas callejeras que en 2013 denunciaron el excesivo gasto en infraestructura para el Mundial del año siguiente. Pero como entonces la economía todavía crecía –poco, pero crecía–, el descontento no llegó a mayores. Ahora que la economía entró en recesión –más 3% de crecimiento negativo en 2015, y se anticipa igual de malo en 2016–, el descontento ha aumentado. Si bien la corrupción siempre ha estado presente en Brasil, cuando la economía crece la gente tolera que los políticos y la burocracia se queden con algunos de los huevos que pone la gallina de los huevos de oro. Pero cuando la economía deja de crecer, la gente cree que la gallina sigue poniendo huevos, pero que los políticos y la burocracia se los roban todos. Ahí es cuando la corrupción gatilla un descontento que potencialmente puede generar inestabilidad política y que pone al gobierno contra la pared.
En el Mundial de 2014 realizado en Brasil, la Selección nacional tuvo un decepcionante desempeño y fue eliminada en semifinales de forma inapelable por el seleccionado de Alemania. Al finalizar el primer tiempo en el estadio Mineirão de Belo Horizonte, Alemania se imponía 5 a 0. Si bien el partido terminó 7 a 1 a favor de Alemania, el resultado estaba sellado al acabar la primera mitad. La presidenta Rousseff debe sentirse hoy de la misma forma que los fanáticos brasileños que no podían creer que su suerte se sellara de manera tan adversa apenas iniciado el match. Aunque lleva recién un año en el poder, Rousseff sabe que el destino de su gobierno ya se ha sellado. Si bien aún puede resistir los intentos por removerla del poder, la sensación prevalente entre muchos de sus connacionales es que, dado que su segundo mandato ya pasará a la historia como un fracaso, tal vez tendría sentido pensar en terminarlo antes de que se cumplan los cuatro años para los que fue electa.
*Profesor de Ciencias Políticas, Universidad Diego Portales, Chile. Master Teacher of Liberal Studies, New York University.