Cualquier análisis más o menos profundo de la coyuntura económica Argentina deriva en un interrogante ineludible: hasta cuándo es sostenible una tasa de inflación que se ubica en torno de 25% en pesos y cerca de 20% en dólares.
En escenarios de alta inflación como los actuales, uno de los primeros fusibles es el frente social. Atento a esta realidad el Gobierno nacional ha hecho un gran esfuerzo para lograr la indexación de facto de los ingresos de la mayor parte de la población. Una paradoja, pues desde el oficialismo no se reconoce a la inflación como un problema.
Los trabajadores del sector formal acceden a las negociaciones paritarias en las que logran, al menos, equiparar el aumento promedio de los precios. En otros términos, las empresas tienen la responsabilidad –por vocación o imposición– de preservar el poder adquisitivo de sus empleados.
Para el sector informal, que siempre corre por detrás de la suba de precios, se suman las transferencias del propio sector público bajo distintas formas. Por caso, la Asignación Universal por Hijo y por Maternidad y las cooperativas de trabajo.
De esta forma, la sociedad permanece relativamente anestesiada frente al flagelo. La tensa calma es sostenible siempre y cuando los aumentos de precios se puedan seguir trasladando a los ingresos y viceversa. Es la típica carrera entre precios y salarios en la que, a diferencia de los ochenta, no participa el tipo de cambio. Si así fuera aumentarían los riesgos de una espiral inflacionaria.
El excedente comercial actual genera un flujo continuo de dólares que ha permitido compensar la fuga de capitales y acumular reservas internacionales. En última instancia, ha permitido que el Gobierno nacional estabilice el tipo de cambio y lo utilice como un ancla inflacionaria. La consecuencia directa de esta particular confluencia de fuerzas es que a fines de este año la Argentina va a ser tan cara en dólares como lo era en la convertibilidad.
¿Cuáles son los límites de esta dinámica? ¿Hasta qué punto las empresas y la economía en su conjunto pueden soportar el encarecimiento relativo de sus costos? No sólo los laborales, pues la gran mayoría crece a un ritmo cada vez más elevado.
Para las empresas que operan en el mercado interno, la situación puede ser manejable. Los incrementos de costos son trasladados casi en su totalidad sin sufrir el disciplinamiento de la competencia externa.
Los mayores problemas se presentan para las compañías que exportan y/o que compiten con la oferta extranjera en el mercado interno. El mundo se mueve dentro de una normalidad macroeconómica que no tolera la tasa de inflación local. Como consecuencia se pierden mercados externos y las importaciones crecen a un ritmo elevadísimo (en torno de 50% interanual).
Las típicas herramientas de contención propiciadas por el Estado, como la oferta de crédito a tasas reales negativas y las medidas comerciales de protección para algunos productos –como las licencias no automáticas– son paliativos muy transitorios para el problema de fondo.
En este contexto, no son pocos los que vuelven a mirar el tipo de cambio como salvavidas. Malas noticias para ellos. Sin una política económica que coordine efectivamente todas sus aristas, los saltos del tipo de cambio rápidamente terminarían diluyéndose con la aceleración inflacionaria.
Pero el error es circunscribir el debate de la competitividad al valor del dólar. Los verdaderos determinantes vienen dados por cuestiones mucho más estructurales.
Según el índice de Competitividad Global que elabora el World Economic Forum (WEF) se pueden identificar tres pilares sobre los que se asienta la capacidad competitiva de una economía. En primer lugar, los requerimientos básicos: instituciones, infraestructura, entorno macroeconómico y educación básica y salud. En segundo término, los factores “mejoradores de la eficiencia”, como educación superior, funcionamiento de los mercado de trabajo y de bienes, el desarrollo del mercado financiero, la disponibilidad tecnológica y el tamaño de mercado. Por último, la sofisticación y la capacidad innovativa.
En el último ranking del WEF, la Argentina se ubicó en el puesto 87 sobre un total de 139 países. Muy lejos de economías comparables como Chile (30) y Brasil (58). En el análisis desagregado, las peores calificaciones se registran en el marco institucional donde la Argentina ocupa el puesto 132, fuertemente castigada en aspectos como la confiabilidad de la clase política, la eficiencia del marco legal, el favoritismo del gobierno y el respeto a los derechos de propiedad.
También resulta muy mal calificada por la eficiencia en el funcionamiento del mercado de bienes (135) y de trabajo (128). Respecto del primero, ponderan muy negativamente aspectos como la presión impositiva, la política de comercio exterior y los costos derivados de la política agropecuaria. En el mercado de trabajo, se señala la baja cooperación en las relaciones entre trabajador y empleador y la falta de correlato entre la productividad y las mejoras salariales.
No sólo la foto es poco alentadora. En 2006 nuestro país ocupaba el puesto 69, lo que implica un retroceso de 18 puestos en cuatro años. En el mismo lapso, por ejemplo, Brasil mejoró ocho posiciones y Uruguay nueve. Estas estadísticas no son meras abstracciones; la Argentina es la tercera economía de Latinoamérica y se ubica en sexto lugar como destino de la inversión extranjera directa que se asienta en la región.
Evidentemente, la Argentina enfrenta serias dificultades en materia competitiva. Se está volviendo muy cara rápidamente y no está aprovechando este contexto extraordinariamente favorable para potenciar sus capacidades.
Por el contrario, el deterioro atenta directamente contra las bases del modelo productivo instaurado en 2002. En este contexto, seguir convalidando alegremente estos niveles de inflación y paralelamente retroceder en el desarrollo de los pilares de la competitividad implica poner un techo al potencial productivo del país.