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No es sólo plata

El conflicto por Ganancias revela otras raíces y riesgos para la institucionalidad.

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ESPERANDO EL MILAGRO Milagro Sala | PABLO TEMES
La naturaleza de un conflicto político determina buena parte de su potencial solución. O, en su defecto, de que se profundice el problema. Es más, algunos conflictos permanecen en el tiempo, se convierten en cuestiones de larga duración; puede incluso que no se solucionen nunca. Los menos complejos de todos son los conflictos por cuestiones materiales: es posible, por lo general, encontrar un camino intermedio, partir las diferencias, ponerse de alguna manera de acuerdo. Sobre todo, si se pueden acomodar los costos de ese compromiso a lo largo del tiempo. Hay otros conflictos muchísimo más complicados. Por ejemplo, los que apuntan a las reglas del juego de una sociedad, de una empresa, de una familia, de cualquier relación (incluso, de pareja). Se trata de definir qué cosas se pueden hacer y cuáles no, con qué procedimientos se van a decidir potenciales discusiones, cómo se distribuirán cargas o responsabilidades a lo largo de un período determinado. La definición de reglas constituye un aspecto fundamental de la vida en sociedad. Aquellos grupos que son capaces de definir un conjunto de mecanismos fundamentales para resolver controversias, que pueden acordar reglas del juego clara y estables, tendrán mayores chances de éxito tanto en el plano colectivo como en el individual. En efecto, si esas reglas se respetan y asientan a lo largo del tiempo, permitirán acotar el rango de incertidumbre frente a eventos futuros: todos los actores sabrán que tarde o temprano se aplicarán procedimientos por todos conocidos, con resultados más o menos calculables con antelación.

Finalmente, hay otra clase de conflictos que son muy difíciles de resolver, a menos que se logre conformar una cultura de la aceptación de las diferencias, de valoración de la diversidad, de respeto por las minorías y absoluta protección por los derechos individuales. Las diferencias religiosas, culturales, identitarias y territoriales, entre otras, forman parte de esta última clase de conflictos. Por ejemplo, dos concepciones religiosas antagónicas pueden derivar en enfrentamientos muy violentos (católicos versus protestantes, chiitas versus sunitas, politeísmo versus monoteísmo, etc.). El nacionalismo y las culturas regionales también forman parte de estos fenómenos: un catalán fanático no quiere hablar ni escuchar el castellano. Me pasó alguna vez que tuve la oportunidad de charlar con Pep Guardiola: un placer hablar con él del fútbol y de la vida, apreciar su sensibilidad y su sofisticación para comprender el juego más lindo jamás inventado. En algún punto cometí el error de preguntarle si le gustaría dirigir la selección española. Le cambió el rostro, enfureció la mirada, perdió la objetividad. Se convirtió automáticamente en un guerrillero verbal absolutamente fanatizado. Su identidad catalana le impedía recuperar al ¿verdadero? caballero con el cual venía conversando. En definitiva, los conflictos simbólicos o intangibles son mucho más difíciles de resolver que los otros, los materiales y los que involucran reglas del juego.

¿A qué categoría corresponde el conflicto que parece haberse radicalizado en torno al impuesto a las ganancias? En principio, parece una cuestión de orden material. Y lo es, sin duda: estamos discutiendo de plata. Alícuotas, escalas, nuevas formas de financiar el costo fiscal de las modificaciones al actual régimen, etc. Si esto fuera todo el problema, esta semana deberíamos esperar que los actores políticos y sociales involucrados en las negociaciones llegaran a algún tipo de resolución. El problema es que nuestro sistema político es disfuncional y que se convirtió en una maquinaria fabulosa de destrucción de valor, esperanzas y oportunidades. Y que, al menos hasta ahora, la agenda de transformación institucional desplegada por el Gobierno ha sido, digamos, demasiado tímida, efímera y sin resultado alguno. Tan sólo una discusión superficial sobre el sistema de votación (la mal llamada reforma política, limitada luego solamente al plano electoral, que terminó en una discusión bizantina e insólita respecto de la mera inclusión de un chip en la boleta).

Argentina viene de siete décadas de una decadencia impactante; desde comienzos de siglo, un sistema político frágil e inestable se volvió aún más raquítico y demasiado proclive a los excesos del personalismo caudillista que siempre había predominado en la cultura política criolla. Los últimos doce años experimentamos una regresión al populismo autoritario, con ataques a la libertad de expresión y una experiencia de intervencionismo estatizante que demostró ser muy compleja de remover. Ese sistema político impotente y disfuncional sigue intacto y estas semanas lo hemos visto enredarse en un conjunto de errores autoinfligidos que afectaron a todos sus protagonistas y que, como consecuencia, volvieron una cuestión teóricamente solucionable en un rompecabezas donde ni siquiera están consensuados los costos fiscales de las propuestas en pugna.

Que quede claro: no es una cuestión de nombres, de personas. Si no modificamos de plano la naturaleza del sistema político (las reglas o mecanismos para resolver conflictos), vamos a persistir en la senda de la decadencia secular en la que está entrampada la Argentina. Cambiemos se propuso ante el electorado como una eventual solución a este recorrido frustrante y pernicioso. Si se siguen ignorando las cuestiones de fondo y sólo se apunta a resolver cuestiones de emergencia, Macri y su gobierno terminarán, más temprano que tarde, alimentando el problema que prometieron reparar.

Sobre todo, porque además de ser un conflicto material y de reglas, esta discusión se convirtió también en una puja simbólica por el poder, por el control de la agenda, por quién tiene el “argumento” más grande. Parecen chicos, con pulsiones por “madrugar” al otro, mostrarle quién es más vivo, quién se sale con la suya, quién paga el costo político y reputacional más elevado. Pierden todos, perdemos todos. Recodémoslo: cuando alcancen algún acuerdo, Argentina seguirá siendo un país estancado, empobrecido e injusto, con un aparato estatal tan enorme como inútil, una carga fiscal tan asfixiante como imposible de financiar. Y con una clase política que, como tal, una vez más, está demostrando estar a la deriva, desenfocada, sin capacidad de consensuar objetivos estratégicos de corto, mediano y largo plazo.

Estamos aún a tiempo de enderezar el rumbo, de comprender que la crisis argentina es demasiado profunda como para tentarse con la dinámica perversa de las peleas personales, con la atracción fatal de la competencia electoral, con el protagonismo individual en medio de la descoordinación colectiva y el egoísmo destructivo, defensivo y soez del sálvense quien pueda.