En 1981, yo le había llevado a Saer a París Mis muertos punk. Mitterrand había ganado las elecciones, Saer no leyó el libro mientras estuve en su casa. Vivimos bajo el signo del entusiasmo, volcados a la calle, en el festejo de la Bastilla, una noche que Fogwill seguramente habría mirado con distancia sarcástica. No creo que supiera que yo había viajado a París con un libro suyo. Fogwill lo conoció a Saer en La Paz, dos años después. Se acercó a la mesa, se presentó y le dijo a Saer que lo admiraba.
Ya entonces, Fogwill era un personaje tan astuto como inteligente. Pero en ese encuentro con Saer descubrió su verdad. Yo fui testigo, lo juro, y me permití el error de una ironía. Debí haber tenido una mirada más historicista, decirme: estoy con los dos grandes escritores de fines del siglo XX.
Todo lo demás, que él administraba como personaje público fueron máscaras, pero no fueron menos Fogwill que su literatura: la publicidad, la investigación de mercado, la cocaína, sus opiniones que mezclaban el realismo cínico de la inteligencia con las aventuras de alguien que despreciaba no tanto a la política como al bien pensante de izquierda, su enemigo favorito.
Detrás de la escenografía-vestuario-Fogwill había una máquina de leer. Toda la literatura argentina de los últimos cuarenta años pasó por esa trituradora. Tenía un ojo infalible. Eso nunca es suficiente, porque se puede leer bien, pero con envidia o con mezquindad, no reconocer sino lo peor del otro, incluso cuando se quiere subrayar que el otro escribe, finalmente, bien. A diferencia de Borges, Fogwill buscaba lo mejor de sus contemporáneos. Tejía redes de escritores, pasaba libros, recomendaba y escuchaba recomendaciones, tragaba páginas con la velocidad de un hambriento que sabía lo que estaba buscando y, sobre todo, descubría incluso lo que no buscaba. Perseguía el reconocimiento porque estaba seguro de que era un gran escritor y el reconocimiento trae plata, y a Fogwill, con razón, le parecía una injusticia estética (comprensible, pero repugnante) que algunos libros ganaran plata y otros no. No se equivocaba sobre su literatura, como no se equivocaba sobre la de otros. Lo demás era la máscara. Prevalecía en las relaciones desconfiadas, como fue la nuestra, hecha de pequeñas agresiones, reconocimientos, ironías, condescendencias, burlas. En estos días se ha pronunciado la palabra “maldito”. Nada más lejos de Fogwill, agresivo y terrible, pero nunca un marginal negro. “Maldito” es una palabra romántica y biográfica, un poco kitsch. No sirve para hablar de Fogwill, un escritor que entendió como nadie el capitalismo tardío. Fogwill era un original, no la realización post de una categoría vieja.