El sistema universitario público se encuentra amenazado como nunca. No sólo presupuestariamente sino en su posibilidad misma para generar respuestas imaginativas y sólidas a los desafíos del presente, capacidad que el actual gobierno pretende negarle. Hace semanas que la UBA dicta sus cursos en las calles, como forma de protestar por un destrato inadmisible, y algunas unidades académicas fueron tomadas por los alumnos. Nadie sabe cómo se resolverá un conflicto que tiene un horizonte: a partir de agosto de este año, los edificios universitarios ya no podrán pagar las exorbitantes cuentas de servicios públicos que nos están llegando. Las imprescindibles obras edilicias serán paralizadas y no habrá aulas para garantizar el dictado de los cursos.
La UBA no es el bien supremo (hace unos años firmó un acuerdo repugnante con el Centro de Administración de Derechos Reprográficos) y este año renunció a la soberanía idiomática al firmar un acuerdo para integrar el Servicio Internacional de Evaluación de la Lengua Española, que se pretende “universal, académico, ágil”, pero que en realidad es una formidable transferencia de riqueza generada por la explotación de un recurso natural (la lengua) a empresas españolas. No es el momento de detenerse en estos aspectos sino en la defensa incondicional del sistema universitario público en su conjunto: aumento presupuestario, resolución de las paritarias docentes, becas, obra pública. Garantías mínimas para la distribución democrática del pensamiento libre