Me explico brevemente: una hegemonía es, entre otras cosas, establecer con éxito un tema de conversación. Una hegemonía impone de qué se discute, cuándo y dónde se lo discute, entre quiénes. Sobre la deuda con los holdouts, el kirchnerismo planteó dos perspectivas sólo parcialmente adecuadas.
La primera: el capitalismo financiero no tiene reglas ni límites. Esta es una discusión no sólo en América Latina, sino muy notablemente en Europa, por lo menos después de la crisis griega. Bien planteada, es fundamental y tiene que ver con el futuro del mundo. La segunda perspectiva es el nacionalismo: estas cosas les suceden a los países periféricos que no aceptan la tutoría de los centrales o que no siguen sus instrucciones. Por supuesto que los países chicos son más indefensos que los grandes frente a los poderes fácticos internacionales. Pero, rápidamente, se produce un deslizamiento hacia la teoría conspirativa. No es extraño que el kirchnerismo se desplace en ese sentido, ya que tiene la conspiración como uno de sus principios explicativos predilectos.
Ahora bien, una vez que se han puesto estas dos perspectivas como la explicación de lo sucedido con una parte de la deuda argentina, sólo por afán de oponerse a la hegemonía kirchnerista conviene no pasar por alto que “lo nacional” importa en los procesos de construcción de los Estados modernos y también después, a lo largo de siglos, en los conflictos y en los raros episodios de bonanza.
Por otra parte, la “cuestión nacional” fue un tópico de las revoluciones anticoloniales del siglo XX. Poner en movimiento imperios vastísimos como China o colonias humilladas como Vietnam implicó la nacionalización de las organizaciones políticas y, como en el caso de China en los años 40, de millones de hombres y mujeres separados por fronteras lingüísticas, religiosas, demográficas y territoriales.
También la construcción del Estado moderno en el siglo XIX argentino tiene un mensaje nacional que se expresa en el Preámbulo de 1853: los representantes del pueblo, por voluntad y elección de las provincias que cumplen así pactos preexistentes, se reúnen para constituir la unión nacional que, en otras disposiciones, la Constitución caracteriza como una república federal. Ese sencillo texto que encabeza la Constitución no fue casual en absoluto. La unión nacional es la que pondría fin a las guerras internas (décadas después). Y es la Nación la que establecería un emblema común para viejos enemigos que se habían acuchillado tesoneramente.
Después, los inmigrantes que llegaron a la Argentina entre 1870 y 1910 fueron sometidos a duros procesos de “nacionalización” que afectaron sus culturas de origen o, literalmente, las barrieron (sobre todo por acción de la escuela laica, gratuita y obligatoria). El éxito de esa química descomunal fue que, en una generación, todos se sintieran “argentinos”, sea esto lo que fuera. No existen acá, como existen hasta hoy en Estados Unidos, las nacionalidades definidas por un origen europeo: no hay Irish Americans, ni Polish Americans ni Russian Americans.
Por eso, “ser argentino” no fue sólo una cuestión interesante para los intelectuales del primer nacionalismo surgido alrededor de 1910. Fue un programa aceptado e impuesto: una hegemonía. Incluso los anarquistas hicieron del gaucho el ejemplar histórico de los desposeídos injustamente, de los valientes y de los libres; llamaron Martín Fierro a una revista que luego fue suplemento de su diario La Protesta. Encontraron un punto de identificación “criollo” que se convirtió en clave de bóveda, una vez que el alambrado y las explotaciones modernas le extendieron al gaucho su partida de defunción, junto con el acorralamiento del indio que, digamos de paso, el gaucho no amaba.
Muchas formas del nacionalismo son repugnantes: el irredentismo con que se piensa la supuesta argentinidad esencial de las Malvinas; el nacionalismo deportivo que rodeó a la dictadura durante el Mundial de 1978; la presuntuosa superioridad que durante décadas se sintió frente a otros países de América Latina, hasta que la crisis nos obligó a pensar que nos parecíamos mucho más de lo que habíamos creído, contradiciendo así un imaginario de grandeza.
El kirchnerismo abusó del sentimiento malvinero hasta el punto que, en su discurso del 20 de junio, la Presidenta trazó un vasto paralelo según el cual los argentinos sufríamos a los británicos (dijo ingleses) que seguían ocupando nuestras islas, una observación que no tenía nada que ver con el contenido de un mensaje que pedía tregua, no guerra. Inflamable deriva kirchnerista en el momento menos aconsejado, algo así como si los mexicanos fueran a discutir políticas migratorias con los Estados Unidos y comenzaran recordando que los yanquis se quedaron con una parte de México.
Este nacionalismo predispuesto al irredentismo es de mala contextura ideológica y sus bravatas no condujeron sino a derrotas. Pero me resisto a aceptar que esas bravatas del kirchnerismo me obliguen a tirar lo que me parece una dimensión necesaria: un nacionalismo que nos identifique con la democracia, la igualdad y la libertad. Un patriotismo institucional y social que no lleve a la guerra, pero que tampoco evite el conflicto con los poderes arbitrarios y desmandados, sean locales o internacionales. Un principio de identificación colectiva que necesita de algo más que de la fría letra de un precepto institucional. El kirchnerismo estropea todo lo que toca. Estropea incluso las buenas causas.
Jorge Fontevecchia publicará su habitual contratapa la próxima semana.