Sentirse el centro del universo no es privativo de los periodistas. Pero acaso resulte más evidente en nosotros porque venimos a ser los que decidimos qué y cómo se cuenta lo que pasa o deja de pasar. Y por esto mismo deberíamos andar con más cuidado a la hora de ese pecado de vanidad, que distorsiona la tarea: los periodistas no debemos ser la noticia.
Cierto es que las redes sociales democratizaron la circulación de la información, aunque se cuentan por millones los casos de que ésta no está ni chequeada ni en manos de profesionales rigurosos. Lamentablemente los medios también nos hemos manchado con estas oscuridades.
El kirchnerismo ha ganado la batalla cultural de jaquear la credibilidad periodística, que había llegado al cenit durante la era de Carlos Menem. La responsabilidad de semejante desplome no es sólo de Néstor y Cristina Kirchner, del injustificable Everest de fondos públicos para castigar a críticos y alumbrar/sostener a su periodismo militante: también puede explicarse desde las falencias de los periodistas y medios profesionales (mejor dejemos el adjetivo “independientes”).
La autocrítica al respecto podría ocupar mucho más que un tuit. A nivel individual, la falta de rigor, los deseos personales, la pobreza formativa, las posturas partidarias, los auspicios económicos y la política editorial del medio (salvo contadas excepciones) suelen ser los motores del desvío.
A nivel de empresas periodísticas, las dificultades para sostener una industria en crisis en todo el mundo han menguado la capacidad para invertir en mejores recursos humanos, a lo que habría que agregarle el plus argentino.
Si encima el principal grupo periodístico del país tiene intereses extraperiodísticos y utiliza sus potentes medios y a muchos de sus periodistas para defenderlos, la cosa se complica.
En vista de este panorama, la vanidad entonces ya no pasa a ser el peor vicio de los periodistas. Pero tampoco ayuda, porque se suma al ejército de mecanismos poco profesionales para obtener beneficios que no son precisamente periodísticos.
El viernes, en su habitual e insípido reporte matinal (eso no es una conferencia de prensa), el jefe de Gabinete, Jorge Capitanich, criticó a un periodista del Grupo Clarín haciendo un juego con su apellido, que mutó de Carnota a marmota. Se trató de otro episodio triste de un funcionario de este Gobierno, que está en todo su derecho de criticar a quien le plazca, aunque debería ser respetuoso.
Pero hubo algo peor a esa estupidez de Jorge Capitanich. La andanada enceguecida de Clarín, en especial desde el canal TN (donde trabaja Carnota), en un intento de convertir un hecho patético menor en un grave atentado a la libertad de expresión, subleva.
El tema ocupó el viernes (y siguió ayer) el primer lugar de los títulos que TN repite ametralladoramente cada media hora, informes especiales, Carnota hablando, Carnota reporteado por Nelson Castro... Escasos segundos en todo el día se llevó en la misma pantalla el periodista de La Nación amenazado de muerte por narcos en Rosario. Semejante sobreactuación no contribuye a que el periodismo profesional vuelva a ser creíble y no se nos ponga a la misma altura de los impresentables.
También desnuda una gravísima falta de respeto y de memoria. En este país desaparecieron 84 periodistas (según la Conadep) y fueron asesinados 17 (según la Utpba) durante la última dictadura. Y ya en democracia fue asesinado José Luis Cabezas.
En el mundo, el periodismo es la profesión, por fuera del entramado de tareas militares y de seguridad, más peligrosa de todas. En lo que va del corriente año la ONG Reporteros sin Fronteras tiene comprobados 69 crímenes de periodistas y 179 encarcelados, simplemente por cumplir con su trabajo.
Seamos serios, no seamos marmotas.