Las condiciones de vida, aun en las sociedades más primitivas, han mejorado como nunca ocurrió antes en la historia de la humanidad en lo que hace al confort, la alimentación, la higiene. Si comparamos la situación con la de hace un siglo atrás, la pobreza, el hacinamiento y los tugurios de las grandes ciudades han disminuido con el desarrollo económico, gracias a los grandes programas de construcción de viviendas y a los sistemas de seguridad social que se han expandido en algunos países.
Estados, empresas y sindicatos han promovido políticas públicas para mejorar las condiciones del trabajador. Si bien el ritmo del progreso material nunca ha sido tan acelerado, este no ha tenido una correspondencia con el desarrollo moral. Sin duda, el ser humano está menos agobiado por cuestiones económicas, pero el paradigma del dinero, más que el conocimiento, más que la decencia en la administración de los bienes públicos, es socialmente dominante en las sociedades avanzadas y medianas. Antes de la Segunda Guerra Mundial, Pio XI, hablaba ya del “imperialismo internacional del dinero” en la encíclica Quadragesimo Anno, en mayo de 1931.
La seguridad ciudadana ha mejorado en casi todo el mundo –salvo donde hay guerras civiles o conflictos racionales-, pero nunca han sido más presentes las amenazas del crimen organizado, la trata de personas, el narcotráfico y la pornografía. A pesar de todas las campañas y el tráfico de estupefacientes, la producción y el consumo de drogas han aumentado en forma significativa. Las regiones de más alto consumo son los Estados Unidos y Europa occidental.
Un profesor universitario argentino, Miguel Barrios, opina que la mundialización ha hecho aparecer “una aldea planetaria” favorable a la “multiplicación de las zonas de no derecho”. La seguridad ha pasado a ser un bien público, un derecho del ciudadano. Por lo que es necesario atacar de raíz la amenaza del crimen organizado, que controla territorios donde el Estado no penetra.
Es posible pensar que el ser humano en las sociedades industrializadas de Occidente haya perdido su apetito de perfeccionamiento a través de la virtud para concentrar sus esfuerzos y expectativas en la búsqueda de un estatus social alcanzado a cualquier costo, aun por medio del delito. Sus esfuerzos se concentran en las apariencias en la “hoguera de las vanidades”, como diría Tom Wolfe
La educación, más que enfocar la realización personal, se vuelve progresivamente funcional para prestar servicios a un sistema económico, en muchos casos sin referencias a ninguna justicia social, a ningún orden de valores, pero muy exigente en materia de competencia y rendimiento del capital. En la mayoría de los institutos educacionales y en los medios culturales calificados, los contenidos son de absorción baja, los mensajes sintéticos, los diálogos asentados en una red donde los interlocutores son difícilmente identificables. La adaptación al medio no exige un proceso largo de conocimiento, sino un aprendizaje corto, light y rápido. Ello sin duda puede ser considerado positivo en un aspecto práctico, pero es negativo en cuanto a la formación moral y del saber, que es un proceso lento de interiorización.
El ser humano corre permanentemente, acuciado por el éxito de metas y objetivos; no pierde tiempo, pero no sabe adónde va. Ha perdido noción de la felicidad o la identifica con las cosas por las cuales lucha más que con el sereno desarrollo de su interior. No es, parece ser.
Creo oportuno recordar a nuestro sabio maestro Aristóteles, para quien vivir es florecer y desarrollar cada una de las potencialidades del ser humano en toda su posible plenitud.
*Embajador. Autor de autor de Saber Ser, editorial El Ateneo.