No voy a poder, ya me doy cuenta. Ni siquiera como cosa colectiva, que es como se formuló la propuesta. No voy a enamorarme de Christine Lagarde, no. No podría, aunque quisiera. Y además, para ser franco, no quiero. No es por su mirada clara y fría, tampoco por el trasfondo cínico que adivino en sus sonrisas. Es, lo diré de una vez, por el trabajo que tiene. Está metida, y hasta el cogote, en el negocio de la usura. La usura, sí: el colmo de la indignidad. Lucrar con la desesperación ajena, aprovecharse de las penurias de los otros para montar la trampa del presunto socorro. Trabaja de eso, de prestamista, es decir, de chupasangre.
Ya sé que la propuesta se enunció como metáfora. Pero también sé que las metáforas responden a un principio de semejanza; y que por algo se recurre a las que se recurre. ¿Enamorarnos todos, conjuntamente, de Christine Lagarde? Metáfora de asentimiento o, más aún, de cierta fascinación. Porque el dinero, a algunas personas, les produce fascinación. Y el dinero que se reproduce solo lleva esa fascinación hasta el éxtasis.
Además, claro, está el poder. Advierto ese deslumbramiento, el embeleso con que algunos miran a Christine Lagarde; pero a mí eso no me ocurre. Me ocurre lo opuesto: me gusta el contrapoder. Cuando los feministas hablamos de empoderamiento, al menos yo entiendo eso: adoptar una posición de fuerza contra el sometimiento, contra el sojuzgamiento, forjar un contrapoder para enfrentar el poder dominante. Lagarde, en cambio, ejerce el poder sin más. Es esa su ocupación, a eso se dedica: a someter, a sojuzgar. A valerse de las penurias de los débiles (o de los debilitados, que no es lo mismo) para obtener de ahí un usufructo.
¿Es posible que los sometidos se enamoren de quien los somete? Basta con leer La Venus de las pieles para saber que sí. No obstante, a mí no me pasa. No me pasaría ni aunque quisiera.
Y además, como ya dije, no quiero.