De los viajes, lo que más me gusta es el trayecto en avión: ese limbo donde todo se aletarga, un tiempo sin tiempo, sin teléfonos, sin internet. Con películas malas, comida mala y, si una eligió bien, buenas lecturas. Miento: también me gustan las habitaciones de hotel, las sábanas crujientes de tan limpias y las toallas esponjosas. Habitaciones anónimas que cobijaron el sueño y el jet lag de cientos de personas con las que jamás me cruzaré en la vida.
Llegué a Bogotá a la madrugada, con una escala en Lima, un retraso en el vuelo y una agenda que sólo me dejará un par de horas para ir a La Candelaria. El resto del tiempo en el hotel viendo los cerros rodeados de bruma, las lloviznas intensas a las que sucede un sol bochornoso, el viento que mueve los ramos de flores rarísimas mezcladas con rosas corrientes en los jarrones que decoran el lobby. Un largo viaje en auto para dar una charla en una biblioteca en un barrio de la periferia, un café en un bar donde todos comen sancocho a las nueve de la mañana y unas frutas parecidas a sandías pero con púas se alinean sobre el mostrador. Después hotel, habitación, lobby, comedor. Un trayecto breve a pie, diez cuadras por La Esperanza, para ir a la feria y una librería hermosa en un barrio paquete, llamada Casa Tomada.
La primera mañana fui a desayunar y en todas las mesas se susurraba lo mismo, como un mantra repetían que el Nobel estaba entre nosotros, al parecer y según me indicaron, en una mesa atrás de una columna que me impedía verlo desde mi sitio. Hacía un año había estrechado su mano en un salón privado de La Rural al que nunca había sido invitada y que, seguramente, nunca volveré a pisar. Por esas cosas que me pasan sin saber por qué, mi nombre había caído de la boca indicada y los brazos indicados lo habían recogido y acunado como a un animalito. Luego un correo electrónico invitándome a una mesa en la Feria del Libro de Buenos Aires, con el Nobel. Y después, él y yo dándonos la mano, saludándonos, él en su idioma y yo en el mío. Y ahora los dos desayunando en el mismo sitio. Todos me dicen que es fóbico y por eso no habla con nadie. Me parece escuchar una advertencia: no vayas a hablarle, no molestes al Nobel, aunque, por supuesto, eso no está en mis planes. Primero porque él no habla mi lengua ni yo la suya. Después, y sobre todo, porque quizá lo único que tengamos en común sea una timidez paralizante.
En un momento lo veo aparecer detrás de la columna e ir hasta las islas plateadas sobre las que se distribuye la comida en grandes platos, cada uno con su pinza para tomar lo que uno quiera; las jarras con jugos de colores vivos; los calderos humeantes. Camina como si flotara, tratando de pasar inadvertido, de hacer como que no oye los cuchicheos a su espalda, como que no ve los codazos que se dan los comensales indicándose unos a otros que ése es, que ahí está. El Nobel se sirve un poco de fruta y vuelve a su mesa, suave en sus modales como un pájaro. Yo lo miro hacer por el borde de mi taza de café. Me cae bien ese hombre rodeado, como los cerros de Bogotá, por la bruma de una celebridad que lo incomoda.
Dos noches después, otra escritora y yo esperamos el ascensor. Las puertas se abren para que entremos y ahí está el Nobel con su acompañante. Viajamos los cuatro juntos unos pisos. Evitamos mirarlo y sonreírle. Cuando ellos salen del ascensor, mi compañera me mira con los ojos grandes y hace como si casi se desmayara, agarrándose de las paredes de acero inoxidable del ascensor. Nos reímos. Estuvimos tan cerca de él que casi nos bebimos su aliento.