El lunes 3, en el Malba, se realizó (toda palabra es inexacta, y el verbo también lo es, porque ningún hecho es del todo real) la fiesta en celebración de los veintinueve años de Noticias. Presa de ese sistema de reconocimientos y prestigios cambiantes, en ese acto público la revista premiaba a quienes sus editores consideraron los diez argentinos más destacados del año. Primero estuve a punto de no asistir (todo premio es un castigo para la inmensa muchedumbre que no lo recibe, y en este caso se trataba de los restantes cuarenta y cuatro millones de argentinos), después, en un súbito cambio de humor, me agarró una especie de ansiedad. Y le escribí a Edi Zunino: “¿Estoy?” (es decir, burlonamente, “¿estoy entre los diez destacados?”). Y burlonamente Edi me contestó: “En mis oraciones siempre”. ¿Cómo no iba a asistir a un evento si en Noticias yo me había destacado siempre en el error, desde que pisé por primera vez la redacción, y su vicedirector, Gabriel Pandolfo, me recibió diciéndome que años más tarde me iría de allí lleno de gloria y con los bolsillos vacíos. La primera parte de su afirmación fue por lo menos equívoca, ya que aun hoy mis ex compañeros de oficio consideran que mi labor más destacada en el medio fueron mis entrevistas a modelos (epifanías de confusa comicidad que me siguen divirtiendo y avergonzando). Mi sardónico comité de bienvenida se completó con mi primer jefe, Pablo Sirvén, por entonces editor de la sección información general, que me envió a entrevistar a las hermanas de Eva Perón y al ya menguante Diego Maradona, notas ambas que toda la redacción, excepto el novato, sabía imposibles de conseguir.
Puedo ahorrarle al lector el relato detallado de las volutas del pensamiento paranoico de un escritor novato convertido tardíamente en periodista debutante. No pasaba día sin que entrara en la redacción pensando que era el último, que me iban a echar por inepto, que alguien iba a descubrir que yo quería traficar lo que por entonces consideraba buena prosa a cambio de los requerimientos de investigación e información que eran el requisito básico de la revista. Porque en mi período inicial en Noticias yo escribía cada nota estirando el texto bajo mis propias reglas de estilo, es decir, pretendiendo que ningún lector me confundiera con un periodista mientras esperaba que mis compañeros me creyeran uno de ellos para conservar el puesto. Y mis jefes, por supuesto, se reían secretamente de mí: “Buscá a los intermediarios que importaron los misiles de los aviones Super Ettendard durante la guerra de Malvinas”, “Andá a entrevistar al Gordo Valor”, “Entrá a una villa y contá cómo se arma una banda”, “Golpeale la puerta de la habitación del hotel a la Cuccinota a ver si te da la nota”. Cada día mi orgullo sangraba por la herida, cada día quería renunciar y cada día luchaba por seguir, hasta que un día descubrí que ese trabajo me divertía bastante, incluso me divertían mis propias metidas de pata. No sé cuánto tardé en ese proceso, probablemente me fui de la redacción cuando descubrí lo mucho que disfrutaba de trabajar ahí adentro. Supongo que ese placer se derramó en la escritura, y entonces me empezó a gustar escribir las notas que escribía y con las que (alimentado por mis últimas neuronas sobrevivientes de progre tardío) suponía que no tenía que estar de acuerdo.
Una redacción nutrida, como la que hace casi un cuarto de siglo conformaba la planta de la revista Noticias, es como una manada de suricatas que giran la cabeza en dirección al sol, cada uno de los periodistas buscando el cruce de algún dato. Héctor D’Amico, de prestancia senatorial; el brillante e intrigante
Gabriel Pandolfo; Pablo Sirvén, zorro de gallinero; Gustavo González, de exacta mente inescrutable; Daniel Olivera, el samurái; Fernando González, el tiempista; el generoso Jorge Fernández Díaz; Patán Ragendorfer, urdidor de mitologías; Carlos Dutil, el malogrado; la generosa Alejandra Dahia; Malele Penchasky, Marisa Grinstein, María Sucarrat, el inolvidable Giordano. Habría que volver, a ver qué guarda el presente del pasado: el recuerdo es como un sueño que disipa como sombras la realidad de los hechos.