En la sala de prensa de la Feria del Libro de Monterrey, en México, veo a un periodista que llega con su café y escucho que le pregunta a sus colegas: “¿Hoy hubo balacera?”. Hay por lo menos un tiroteo por día en Monterrey entre narcos y policías. A los autores invitados nos aconsejan no salir del hotel. Los escritores locales dicen que México está en guerra, pero que nadie quiere admitirlo. Ya son 3 mil muertos en lo que va del año. En septiembre, en Michoacán, sucedió lo que llaman el primer atentado terrorista, cuando narcos arrojaron dos granadas en la plaza, en medio del festejo del Día de la Independencia, y mataron a ocho personas e hirieron a cien.
Con este panorama salimos a la calle a pesar de las advertencias y, por supuesto, no pasa nada. No nos zumban las balas por sobre las cabezas. A la noche vemos una camioneta enorme que se abre paso muy lenta entre la gente que camina por una calle de bares y boliches. Dentro van cuatro tipos vestidos iguales, muy serios, aturdiendo con su música a toda la cuadra. Tienen pinta de pesados. Parecen ser lo que llaman un “gang”. Pero eso es todo. No suenan disparos. Se percibe mucho control. En la ruta detienen nuestra combi un par de veces en retenes del ejército “sólo para checar”.
Monterrey es una ciudad industrial, con autopistas y donde la cercanía de Estados Unidos se nota. La cultura norteamericana está presente en la dinámica de la ciudad en la que hay que moverse en auto. No es una ciudad caminable. Para llegar de un barrio a otro hay que tomar la autopista. Algunos barrios residenciales tienen cierto parecido con Los Angeles con esas casas bajas y unas calles de vía rápida donde nada está considerado para el peatón. No se camina por ahí. Sólo los parias y los autores perdidos de la Feria del Libro lo hacen.
Entre lo auténticamente mexicano y lo auténticamente norteamericano hay gradaciones, mezclas, zonas de superposición. El borde no parece tajante. Y sin embargo todo el tiempo se percibe un “acá” y un “allá”. Una publicidad gráfica de celulares que se ve en el aeropuerto muestra dos fotos: en una, un chico mexicano hace una pausa en su trabajo de lavaplatos en Estados Unidos mientras habla por teléfono con su familia; en la otra, la familia se agolpa junto al tubo del teléfono, queriendo saber de él. La delgada línea negra que divide las dos fotos es la distancia entre dos mundos.
El crítico y escritor Noé Jitrik, que integra la delegación argentina, me cuenta que un amigo mexicano lo llevó una vez en auto hacia el norte manejando muy mal. Al cruzar la frontera le advirtió: “A partir de ahora, mucho cuidado”, y de ahí en adelante se convirtió en un conductor modelo. Dijo su frase como despertando el Estado que estaba dormido dentro de él, asumiendo su rol de ciudadano responsable, su civilidad, que no le hacía falta en el país latino, pero sí la necesitaba para andar entre las reglas de la anglo democracia.
De este lado, siguen los paseos y las mesas redondas. La combi que nos lleva le pasa raspando a los camiones que vienen de frente. Uno se entrega a la velocidad y a los dioses aztecas. De pronto alguien que leyó los diarios dice: “Che, parece que Cristina quiere reestatizar las AFJP”. Habrá que ver qué se discute en el Congreso, pero mi primera impresión es buena. De cada 100 pesos que aporto, 29 van para mí y 79 para la AFJP privada. ¿Cambiará eso? No se sabe. Por la ventana veo un cartel que dice: “Se venden pibes enterrados”. ¿Cómo? “Son tamales gigantes cocidos bajo tierra”, dice nuestro guía.