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Notas sobre un prólogo

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| Cedoc

Me quedé pensando en algo que escribió Mario Vargas Llosa en octubre de 1978, en su prólogo para Historia del ojo, la novela erótica que en 1928 publicó Georges Bataille. 

El prólogo me resultó en general convincente, por las conexiones que traza Vargas Llosa con el surrealismo y con la novela gótica, tanto como por la contextualización que propone de la crisis de Bataille en su ruptura con el catolicismo. Pero hay un pasaje en particular que me dejó como quien dice cavilando. Es este que transcribo a continuación: “¿Gozan acaso los héroes de esta novela? Es muy dudoso, aunque el narrador nos diga que sí. En realidad parecen unos seres profundamente infelices, de una seriedad fúnebre, sobre todo cuando se excitan y eyaculan. Quizás ello derive de su soledad. No es casual que sean onanistas empedernidos y que orinar sea, junto con masturbarse, su placer preferido. Ambas cosas se hacen a solas, son tenazmente individualistas, no se comparten”. El asunto examinado, aunque chancho en su contexto, parece empero abrirse hoy a otra clase de cuestiones.

Porque hay algo por demás notorio en el relato de Georges Bataille: es verdad que los personajes gozan al masturbarse, pero lo hacen en presencia de otros, que eventualmente se masturban a su vez; y gozan de orinar, es cierto, pero no en el sentido genérico de aliviarse y descargar, sino en el acto específico de orinar a otros, de ser orinado por otros, de orinar ante otros. ¿Por qué percibir en eso entonces, como hace Vargas Llosa, apenas soledades tristes, forzosos individualismos, dudosas probabilidades de goce? Es posible que, por convención, se considere que masturbarse u orinar son prácticas más bien solitarias; pero en la novela de Bataille que Vargas Llosa prologa, son cosas que notoriamente se comparten (¿no existen acaso quienes, a fuerza de compenetración, a fuerza de solipsismo, se ensimisman en la copulación hasta el punto de desentenderse del otro, y así copulan se diría que solos: con otros, pero solos? ¿Por qué no advertir, entonces, que los personajes de Bataille orinan y se masturban con otros, con otros o para otros; incluso en el cada cual consigo mismo?).

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Se puede mantener la distancia y, aun así, estar con otros. Y sería, a mi entender, un error de concepto no ver en una situación así otra cosa que individualidades. Dejemos de lado pajas y meos, y concentrémonos en este aspecto específico: si la circunstancia de estar con otros, a distancia, es preciso entenderla como un asunto estrictamente individual o si es preciso verla, en cambio, como una forma (como otra forma) de estar con esos otros. Es decir, si hay que plantearla en términos de jurisdicciones y potestades de cada cual, como si los demás no existieran o no importaran; o si hay que plantearla en términos de los vínculos y las comunidades posibles, de las maneras de relacionarse viables o inviables. Ejemplo de lo primero: aquella señora que, aprovechando que los demás no podían, se adueñó de un parque público y decidió disfrutarlo sola. Ejemplo de lo segundo: el aprendizaje colectivo que precisamos para no escupir, ni estornudar, ni ahumar a los demás (al menos hasta que se cuente con una vacuna contra el corona virus). En lugar de la mezquina tenacidad individualista, esa en la que cada cual se basta pero lo hace suprimiendo por eso mismo al resto, mejor buscar y definir nuevas formas de estar con otros (sin pasarse latas y mates de boca a boca, por ejemplo; o sin toserse ni encimarse, cosas concretas de esta índole).

Del estado de excepción, por otra parte, ya sabemos: el problema no es la excepción, sino la manera en que se la estabiliza y se la normaliza y se la hace perdurar. Las prevenciones ante los atropellos del Estado no son por ende del todo distintas de las que siempre tenemos, sobre todo los que no exigimos habitualmente mano dura y represión. Del Estado en retirada, sin embargo, también sabemos; sabemos por caso del deterioro del sistema de salud pública cuando el Estado se retrae y se desentiende y deja a cada cual librado a su propia suerte. Y más a menudo, hay que decir, librado a su propia desgracia.