Apenas comenzó la cuarentena, con el automatismo propio de los reflejos condicionados, los medios de comunicación salieron a la caza de escritores para que redactaran columnas sobre el modo en que los afectaba el encierro, y los escritores, con la típica actitud del perro domesticado, agachamos la cabeza y nos pusimos a tipear (mi columna fue una de las peores). Diría que ese fue el primer movimiento, anticipado. Después, cientos de los convocados y no convocados a ese cumplimiento continuaron la tarea con el empeño propio de aquellos que descubren el paraíso de las nuevas pasturas. Había sonado la campana y ya la boca juntaba la saliva del alma dispuesta a examinar sus honduras, cuando no a escalarlas.
En los medios tradicionales y en las redes sociales florecen entonces las crónicas diarias, las manifestaciones a favor y en contra de las crónicas, las notas sobre los artículos a favor de estas crónicas y toda clase de exhumaciones sobre esos delicados o ardientes ejercicios espirituales. Pronto, en esas recensiones, muchos escritores se definan como trabajadores profesionales que no regalan sus pdfs o como artistas puros que solo quieren que los lean sin preocuparles los derechos de autor reconocen que en esta época no pueden leer ni escribir, y no encuentran explicación para esta imposibilidad, cuando la mayoría hubiese dado, hipotéticamente, un dedo meñique de su mano mocha para contar con un tiempo de encierro (obligatorio o elegido, departamento pequeño y oscuro o radiante isla desierta) considerado perfecto para emprender rabiosamente la lectoescritura. Algunos recomiendan dedicarse a corregir lo escrito, no sé si como tarea de meditación en quietud o como tarea compensatoria y secundaria.
Frente a esta disminución o carencia generalizada, algunos alegan que los congela el terror al contagio y al entubamiento y a la muerte; otros, simplemente, que prefieren entregarse a la cocina y a la pereza. Explicaciones sobran. Sospecho una posibilidad de otro orden: suprimida, por encierro, la realidad física de las personas que no conviven con nosotros y los espacios que transitamos habitualmente, lo real del mundo pasa a agotarse, se comprime y tiende a desaparecer, y lo que queda son las personas vueltas imágenes mentales y visuales, tenues pero a la vez duraderas y obsesionantes, es decir, personajes de la novela que el escritor empieza a vivir a cambio de escribirla.
Esta columna fue publicada el 8 de Mayo.