El tipo tuvo su hora alta, y no fue a caballo. Todos la recordamos, por otra parte. Ocurrió cuando dijo simplemente “Nunca más”, y la sala de audiencias de la Cámara Federal estalló en aplausos. Dijo, además, que esa frase no era suya, sino que nos pertenecía a todos. La dijo como si la dijéramos todos. Esa fue su certeza, y también su apuesta. Diciendo eso apostó a que todos estábamos jurando que nunca más, que de allí en más ése sería nuestro acuerdo. Que ahora sabíamos que lo que habían jurado antes otros y no había sido ahora era, o debía ser. Que a lo que habíamos jurado en el Cabildo o en Tucumán o en Santa Fe, le había llegado la hora.
Antes, el Estado había sido tomado por la fuerza para secuestrar, desaparecer, torturar y matar. Antes, la sociedad civil se había habituado al “algo habrán hecho” y a “los argentinos somos derechos y humanos” mientras los gobernantes destrozaban puertas y se llevaban a los vecinos. Los argentinos fuimos los que habíamos gritado goles mundiales a unas pocas cuadras de la ESMA, los que habíamos vuelto a preguntar por qué nosotros deberíamos ser los guardianes de nuestros hermanos.
Pero las víctimas no pidieron venganza, no ejercieron violencia, no justificaron el delito propio con los delitos ajenos, no dijeron nada de violencias buenas y violencias malas. Las víctimas pidieron verdad y debido proceso. Tendrían ambas cosas por la decisión no unánime del pueblo argentino. Así, por mayoría de votos, los argentinos se negaron a aceptar la autoamnesia. La verdad surgió de una decisión de un presidente constitucional, y lo que la sociedad civil se había negado a creer fue documentado en el informe de la Conadep. Su título, Nunca más, nos hace para siempre del linaje del Holocausto y, si tuvo éxito no fue sólo porque terminó con las discusiones sobre los hechos de la dictadura, o porque fue creado con cuidadosa empatía por el sufrimiento de los otros. Si tuvo éxito fue porque generó en el pueblo argentino una de las emociones fundantes de la civilidad: el pudor, el entender que uno no está solo. Que frente a los otros uno tiene obligaciones, que decir “yo, argentino” era una forma de lavarnos las manos, una de las formas de la vergüenza. El Nunca más de la Conadep es el pedido, el ofrecimiento de las víctimas a todos de que acordemos en que nunca más nos desentendamos unos de otros, y funcionó porque fue oído.
El segundo pedido, el de debido proceso, surgió con los juicios. A los que habían violado todas las garantías, se les darían todas las garantías. Abogados, testigos, peritos, jueces para que hablen, para que expliquen, para que justifiquen. No pudieron, y fueron castigados. En uno de esos juicios Strassera tuvo su hora alta. Dijo por nosotros “Nunca más”, pero no como una advertencia, ni como un pedido de venganza, sino que dijo, dijimos, “Nunca más” como una promesa. Por eso el “Nunca más” es el ancla fundante de nuestra democracia: la doble promesa de sólo acceder al poder por el consentimiento de los otros, y nunca ejercerlo violando los derechos de los demás, o su traducción institucional: regla de la mayoría y derechos, la doble fuente de legitimidad de la democracia constitucional.
Strassera hizo una promesa por nosotros que venimos repitiendo en discursos presidenciales, en debates parlamentarios, en fallos judiciales, en movilizaciones populares. Nos prometimos que nunca más la violencia sería medio ni fin, que la muerte es una línea que no atravesaríamos, que sólo puede haber ley si el otro, en tanto igual, consiente libremente en formar parte de una comunidad fraterna. El prometió por nosotros que nunca más, ojalá podamos seguir honrando esa promesa.
*Profesor de derecho UBA, Investigador principal, CIPPEC.