N o estuve de acuerdo con la toma en el Colegio Nacional de Buenos Aires. Empiezo así atento a los lectores que piden sangre. Aprendí precisamente en ese lugar, donde además enseño y estudia mi hijo, que tengo que estar dispuesto a sostener una convicción si llego a ella desde la razón. Pero debo ser prudente, a ojos vista de lo que sucedió en San Ignacio. Sin vueltas: creo que los autores y los responsables del daño deben ser sancionados, pero también que la toma del Nacional (una entre otras) es responsabilidad, antes que nada, de los adultos, que nos hemos corrido hace tiempo de nuestro lugar.
Los chicos que toman sus colegios nacieron a fines de la década del 90. Crecieron en democracia y sin miedo a la represión. Pero también en un contexto de fragilidad institucional, relativismo y abandono de responsabilidades. Son sus padres y maestros los que minaron el respeto por las instituciones y las reglas del juego democrático, y no ellos. Ahora que han aparecido chivos expiatorios, no debemos olvidarlo.
Los invitamos a jugar a lo grande, pero queremos que sean niños. Que respeten las jerarquías, pero tratamos todo el tiempo de parecernos a ellos. Que participen, pero que no molesten. Que valoren el esfuerzo y el conocimiento. Pero basta que miren a su alrededor para detectar nuestras flagrantes contradicciones. Ese mensaje ambiguo es mucho más dañino para la sociedad que cualquier profanación.
Señores padres, colegas, alumnos: esas cosas estallan. El Nacional de Buenos Aires es “el colegio de la Patria”. Formador de elites, escuela de Premios Nobel, y tantos apelativos que como otras tantas cucardas en el toro campeón le prendió la sociedad que lo creó para perpetuarse. Precisamente por ser el colegio de la Patria, el Nacional no escapa a sus avatares. Como es uno de los “emblemas” de la Argentina, todo lo que allí sucede se amplifica. Esa es la mochila de los que pasamos horas allí, y a mucha honra. Pero hay que pensar un poco más en grande.
Las tomas evidencian una crisis de varias aristas. Una, la agonía de la escuela media. Marchas y contramarchas desde la década del 90, a veces protagonizadas por los mismos actores. Las tomas, con su temario, ponen en evidencia las continuidades de las políticas públicas más allá de los gobiernos: las reformas impulsadas en la Ciudad de Buenos Aires siguen acuerdos del Consejo Federal de Educación.
Nuestros chicos nos están pidiendo que nos tomemos en serio su futuro. Las tomas perturban porque muestran la crisis del mundo adulto, que tiene dificultades para ocupar su lugar, que entre otros es el de la autoridad. Este ha oscilado entre dos líneas dominantes para leer la movilización estudiantil. Una, la idealización per se de la acción directa: “Toman porque son jóvenes”; otra, la respuesta que sólo ve la subversión de las jerarquías. Entre ambas, los chicos deben moverse en un campo abandonado por los adultos, confortablemente adormecidos por la delegación de nuestras responsabilidades o su reemplazo por representaciones de lo que los conceptos significan. Todas las respuestas a la crisis son declamaciones: acerca del valor del diálogo, de la ley, de la educación. Enunciados que de tan generales y repetidos carecen de contenido, pero en los que estamos todos de acuerdo. Todos ganan con el vacío que redujo la política al espectáculo, salvo los chicos.
No estoy de acuerdo con esta toma. Pienso que mis chicos no buscaron medidas intermedias, y que derivó de la peor manera. Pero no debemos reducir lo que pasó al grave atentado a una iglesia. El hecho son las tomas. Es importante responder con nuestro trabajo a la advertencia de los estudiantes. Tomar en serio sus avisos y honrar su esfuerzo. Recuperar un sentido concreto para la educación, esa herramienta de liberación e inclusión tan arraigada en la memoria de nuestro pueblo. Y hacernos cargo.
Eso también lo aprendí en el Colegio.
*Historiador y docente.