A hechos nuevos, respuestas novedosas: por primera vez en las elecciones presidenciales la ciudadanía determinó la segunda vuelta. Una novedad histórica que nos impone análisis originales a la luz de esa novedad. Esto es, desechar las viejas categorías políticas con las que solemos amenazar el futuro.
La primera gran novedad es la autonomía de la ciudadanía que desmintió a todos los que hablaron en su nombre y contrarió a los que buscaron reeditar el miedo, ese gran domesticador de las rebeldías. Los que con obsesión interesada buscaron condicionar el comportamiento electoral con las encuestas y el mercadeo al servicio de la ilusión. No las certezas
que, al menos como definición, debe dar la política. Los que redujeron y simplificaron los problemas a los lemas de la campaña electoral, que como nunca antes en nuestra pequeña historia democrática vaciaron el debate político.
La elevada participación de votantes, desmiente, también, la desafección política que se le suele adjudicar a la sociedad. El que un millón de argentinos más que el 9 de agosto hayan ido a votar demuestra que a treinta años de democracia ya debiéramos vencer la pereza intelectual de reducir la política a las anécdotas y los chismes del Palacio y a la sociedad a los números de las encuestas.
El que el hombre que deberá recibir la banda presidencial de manos de Cristina Kirchner dependa de una segunda vuelta electoral implica un avance en la conciencia democrática. Si se acerca el entendimiento a ese significado surge la idea de que los argentinos están comenzando a entender que lo mejor que le puede pasar a un Parlamento es que el poder se distribuya entre la pluralidad de expresiones e intereses de una sociedad , ya que un Congreso de un solo color político es antidemocrático hasta por definición. En la medida que la democracia legitima la igualdad ante la ley, el sistema que expresa los conflictos, la puja de intereses demanda la negociación. No la confrontación de las guerras sino la negociación de la política. Pero tampoco el trueque, el canje de votos por favores, que al ser el estadio más primitivo de la política actúa como su negación.
Si efectivamente estamos construyendo normalidad democrática, el verdadero sentido del “cambio” no puede ser otro que democratizar la cultura política. La democracia no se reduce al acto de votar y su estabilidad depende de las instituciones que la sustentan: Un Poder Judicial independiente, un Congreso que ejerza su función de control y un Ejecutivo respetuoso de las leyes.
Los hechos históricos inauguran nuevos procesos pero no son aislados, dependen de una compleja red de causas y consecuencias que la política debe atender.
Sigue en pie la verdadera disputa entre una concepción de poder autoritaria que se niega a morir y una democracia moderna que comienza a aparecer. En un tiempo en el se abusó de la gestión de los gestos, no deja de ser paradójico que sean dos mujeres las que en estas elecciones simbolizaron esa tensión. La presidente Cristina Kirchner, hija tardía de la tragedia de los setenta, que invocó los derechos humanos pero restringió su universalidad y María Eugenia Vidal, una joven nacida y crecida en libertad que desafió un poder que se creía eterno. Otro hecho histórico que debería desembocar en un proceso de convivencia política más democrático.
*Senadora por Córdoba