En nuestro país, 1983 fue el año cero de un orden social moderno. Después de décadas de abstenciones, proscripciones, dictaduras militares y prácticas populares autoritarias que le bajaron el precio a la democracia, las urnas volvían y cada voto emitido venía con una convicción que excedía la contienda partidaria: por primera vez, la sociedad firmaba al pie del formato de democracia liberal como modelo común de disputa y práctica política.
Muy pronto, las instituciones entendieron el mensaje: en ese sentido, el orden democrático obligó a una renovación generalizada de los partidos políticos que diera respuesta a las nuevas agendas sociales, económicas y de derechos humanos. Esa renovación política de los partidos tradicionales (encarnadas en Alfonsín y la Renovación Peronista) parió un nuevo modelo de representación que actualizó la relación de la política con la sociedad.
La crisis de 2001 quebró el contrato social de la democracia por su hilo más delgado pero también más simbólico: la clase media. Sin embargo, el creciente escenario de la pobreza e indigencia extremas también recalibró la relación de la política con los pobres. Los piqueteros aparecieron a expensas de los sindicatos y los partidos.
Ante el fin del bipartidismo, la política se replegó sobre el Estado como módico constructor de representación: representa el que gobierna. Un partido de gobierno que, ante la imposibilidad política de representar a todos, termina por fortalecer a sus núcleos duros y se excluye de cualquier diálogo de mayorías. 35 años después, ¿basta con celebrar la resiliencia de la democracia o habría que empezar a pensar en sus contenidos además de en sus formas?
Quizá la respuesta a esas preguntas haya que buscarla allí donde la sociedad genera sus movimientos democráticos para instalar una agenda de derechos y temas que no estaban en la órbita del Estado y la clase política. Buscar las soluciones para la política en la sociedad. En ese sentido, Ni Una Menos originó y consolidó un movimiento transversal de mujeres de distintas identidades políticas que nos unimos en la construcción de una agenda feminista.
Esa transversalidad viene de la sociedad: es política porque es social y está motivada por nuestras propias vivencias y experiencias cotidianas. La pregunta (y el objetivo) es cómo llevar esta fuerza democrática del feminismo al campo de la representación. ¿Es posible que el movimiento feminista complemente su vitalidad expresiva con un proyecto de poder?
Pienso que para eso la agenda feminista debe ser tanto una expresión de masas como un diálogo con las instituciones, especialmente con el Estado. La legalización del aborto es una ley del Congreso, pero también una política sanitaria que lo garantice. Una mujer golpeada nos obliga a la condena del golpeador, pero también a pensar un sistema de justicia penal que salvaguarde a la víctima mujer durante el proceso. Una madre soltera que trabaja nos compromete a tener una mirada panorámica de la política social más ventajosa sobre jardines maternales, guarderías y centros de primera infancia. Una mujer acosada en el ámbito laboral nos obliga a la denuncia pero también nos compromete a exigir protocolos preventivos que se constituyan en una iniciativa respaldada por empresas y sindicatos. En este sentido, la perspectiva de género es estrategia, pero también es método: es diálogo, participación, transversalidad, reconocimiento del otro, respeto por los derechos de todos y todas. Es equidad.
Esto significaría para la democracia un shock de revitalización imprescindible en la búsqueda de nuevos aires que la alejen de ese escepticismo opaco al que hoy la condena gran parte de la ciudadanía. Ahí vamos.
*Especialista en comunicación política y organizaciones UNLP .