Frente al golpe de 1976, Guillermo O’Donnell decidió quedarse en el país, resistiendo “la larga y oscura noche del Proceso” en las “catacumbas” del Centro de Estudios de Estado y Sociedad (Cedes), que él mismo había fundado y que se convertiría en un lugar de resistencia institucional para la práctica de las ciencias sociales durante la dictadura.
A partir de 1978 se dedicó a entrevistar a colegas y amigos (“los únicos con los que podía haber una garantía mutua de que no eran informantes de la policía o de los servicios de inteligencia” en lo que con humor característico definió como “la muestra menos representativa de la historia de las ciencias sociales”) para “investigar en otros el temor propio sufrido de ser secuestrados, torturados y muertos por razones políticas”. (…)
El intento de cancelación absoluta de la “voz horizontal” por parte de las autoridades del Proceso, imitado y transmitido hacia abajo en la sociedad por quienes O’Donnell denostaba como “kapos”, incluía aún “actividades aparentemente inocuas (tal como formar parte de un grupo de música o teatro, o participar en un grupo de estudio de cualquier tema o simplemente reunirse con otras personas para conversar en la calle) que eran sospechosas y por lo tanto peligrosas”. Ese imperio de una estructura comunicativa “monologal” llevó –para O’Donnell – “no sólo a la supresión de las dimensiones específicamente públicas de los sujetos sino también a una severa pérdida de sociabilidad”.
Lo más sorprendente para él fue que muchos de sus entrevistados –pese a ser los least likely cases para apoyar la dictadura al identificarse muchos, cuanto menos, con posturas progresistas– “estuvieron de acuerdo con los mensajes con los cuales el régimen los bombardeaba cada día”.
El caos generalizado de la experiencia previa los hacía justificar de alguna manera el disciplinamiento del “orden alcanzado”, a lo que se sumaba la satisfacción económica en la compra de baratijas importadas del “deme dos”, producto de la insostenible sobrevaluación del peso. O’Donnell concluye así que “en otras palabras, la represión que el régimen aplicó para lograr la despolitización de sus súbditos fue exitosa por algún tiempo”.
A tal punto que sus entrevistados llegaron a coincidir en su mayoría en la definición terrible de lo que para las autoridades del Proceso era ser “un buen argentino”: “medio tiempo homo economicus, medio tiempo celoso y autoritario padre, y todo el tiempo un obediente súbdito de los amenazantes poderes”. Constataba así el poder omnímodo del Proceso también en lo que hacía a la tercera dimensión distinguida por Lukes, la de la “formación de las preferencias”, en la que los actores siquiera pueden identificar sus intereses al estar inmersos en un contexto comunicativo monologal, de manipulación absoluta de la información y la interpretación.
Sin embargo, además la violencia real y simbólica efectuada por toda dictadura en el intento de imponer su peculiar concepción del orden político, el Proceso incurría en una violencia adicional contra natura: la de un Frankenstein neoliberal que literalmente intentaba convertir todas las interacciones sociales a imagen y semejanza del mercado económico, decidiendo además qué “mercados” debían existir y qué “consumidores” podían participar de ellos (incluso dándoles a miles una “salida” permanente y terrorífica: la “desaparición”).
Al contrario de otras experiencias autoritarias, la dictadura argentina del ’76 extremaba al límite las características despolitizadoras del Estado burocrático autoritario a punto de cancelar casi totalmente la esfera pública y reemplazar la idea de una “buena sociedad” por una en la que imperaba un “mercado de individuos derechos y humanos”.
De todas maneras, O’Donnell no dejaba de notar que, pese a la novedosa actitud privatista de esos adoctrinados por el régimen militar, en las entrevistas ellos manifestaban una “profunda pérdida”, un estado de desasosiego íntimo, inconsciente. (...)
Si a la politización extrema de los 70 le siguió la privatización extrema del Proceso, la crisis del régimen abriría el cauce para que esa dimensión pública reprimida generara un nuevo “efecto rebote”. Durante la Guerra de las Malvinas –indicador para O’Donnell de que la locura que generaba la ausencia de voz horizontal también era sufrida por la dirigencia procesista– él regresó al país (había decidido radicarse en Brasil a fines de 1979) con la esperanza de encontrar otros que también se opusieran a la aventura militar. Imperaba, en cambio, en el país un ambiente generalizado de chauvinismo nacionalista, que llamaba a dejar de lado las diferencias y críticas con un “antes que nada, somos argentinos”, repetido ad nauseam.
Con el colapso del régimen militar y el comienzo de la rápida transición, O’Donnell decidió entrevistar nuevamente a quienes había interpelado en los primeros años del Proceso. Los entrevistados, para su sorpresa, “reconstruían” la experiencia previa, reemergiendo en ellos su sociabilidad y politicidad latente durante la dictadura. “Todos recordaban lo que nos habían dicho antes en una forma que contrastaba agudamente con lo que en realidad nos habían dicho. Estaban equivocados pero eran evidentemente sinceros, como lo habían sido antes, al decirnos en las nuevas entrevistas que siempre se habían opuesto fuertemente al régimen y que nunca habían aceptado sus mandatos”.
Con estas observaciones, O’Donnell ampliaba su comprensión de los regímenes autoritarios: a su explicación inicialmente estructuralista de los Estados burocrático-autoritarios le incorporaba ahora los aspectos más micro, los que tenían que ver con la vida cotidiana social, para luego interrogarse tanto sobre su conexión como con su “autonomía relativa” de lo “macro”. Indagación que había iniciado con Democracia en la Argentina. Micro y macro (1984) y en ¿Y a mí, qué mierda me importa?... (1984), y que culmina en la conceptualización de la “agencia” en su libro legado Democracia, agencia y Estado… (2010).
*Director de la Carrera de Ciencia Política de la UBA. / Fragmento del libro La ciencia política de Guillermo O’Donnell (Eudeba).