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Sale la nueva versión de un queso untable, y se anuncia “más cremoso”. Y la nueva de un alfajor, y se anuncia “con más relleno”. Y la nueva de un agua con gas, y se anuncia “con más burbujas”. Y así advertimos, en un ejercicio retrospectivo, hasta qué punto antes nos encajaban un sancocho gomoso o dos tablas de galleta seca; así advertimos hasta qué punto nos mortificaba lo finamente gasificado. Ahora salen, por caso, las gaseosas en nuevas botellas de vidrio (el valor de lo retornable recupera terreno frente al valor de lo descartable); con el elogio del mejor sabor admiten, yo creo que por primera vez, que las latas y los plásticos lo afean notoriamente.

Ese mundo, el de la publicidad y el consumo, algo revela sobre el mundo de la política (en especial desde que la política asume en parte las formas de la publicidad y el consumo). Y es lo siguiente: que eso que se presenta una y otra vez como un don no es otra cosa que un paliativo. Esos dones son falsos dones, sirven apenas para atenuar un perjuicio previo. Parecen dones, cuando conceden un aumento salarial o un bono de fin de año o subsidios al desempleo o asignaciones universales o reparaciones históricas (que al menos se llamó así: reparación; un momento de verdad, pese a todo). No son dones, sin embargo, beneficios positivos, sino apenas compensaciones que pretenden subsanar (sin nunca hacerlo del todo) daños antes infligidos: la inflación que destroza los sueldos, la desocupación que aplasta personas, la miseria que arruina vidas, el estado de intemperie, la crueldad con los más indefensos.

Claro que es preferible que haya más crema, más dulce de leche, más burbujas, más sabor. Pero en verdad no nos lo dan: nos devuelven, nada más, y solo en parte, lo que antes retacearon, lo que antes mezquinaron. El que da antes quitó. Recibir sin agradecer puede entonces ser lo más adecuado, aunque parezca una actitud descortés, o aunque directamente lo sea.