Por una injustificable debilidad de carácter o una irreparable propensión al caos, hace algunos años dejé de ubicar mis libros de acuerdo a un criterio de clasificación doble que organizaba por lenguas (no por géneros) y, dentro de cada lengua, por orden alfabético. La excesiva altura de los estantes superiores de mi biblioteca y la falta de una escalera confiable me impulsaron a agruparlos en pilas y filas en los estantes bajos, de modo que, con el paso de los meses, dejé de encontrar lo que buscaba (¿Dónde están el Tristram Shandy y el Viaje sentimental?) y empecé a toparme con lo que había olvidado o no necesitaba. A ese nuevo criterio, que privilegia el azar, lo mejoraron las sucesivas colaboradoras domésticas que, al notar cierto desorden, tendían a descomprimir las pilas y filas y saturar los estantes de acuerdo a criterios que apreciaban las alturas de los ejemplares o el color del lomo; algunas optaban por la simetría y la gama, otras por el criterio del contraste cordillerano (el Borges de Bioy al lado de una minúscula edición de poesía en fotocopia) y óptico.
Por supuesto, la carrera hacia la nada de un lector habitual se compone de dos pasos bien definidos, el libro que ya se leyó y que se guarda bien o mal en la biblioteca, y el libro o los libros que se están leyendo, y que la mayoría de los mortales ubican en la mesita de luz. Yo solía acomodarme a ese ejercicio y disponía sobre el delicioso mármol granulado de la mesita de luz que heredé de mi padre los libros que estaba leyendo o a punto de leer, un ejercicio que suprimía el riesgo y a lo sumo me obligaba a estirar una mano hasta alcanzar el ejemplar que brillaba en lo alto de la pila. Pero en algún momento esa pila comenzó a tentarse con la irregularidad acumulativa y a arriesgar su estabilidad, lo que suponía que debía aligerarla trasladando alguno de los ejemplares consultados a su reservorio natural, la biblioteca. Pero, ¿ dónde encajonarlos, si el orden ya había sido sepultado? Desagotar esa pila resultaba un imposible, pero si no lo hacía, ¿dónde colocar las nuevas lecturas, las intensas demandas de cada momento, si la pila de la mesita de luz ya exigía un tope?
La elección fue sencilla, instantánea. En el piso. Es de madera de roble (plastificado). Ese criterio, que al principio fue un recurso precario que instrumentó mi desidia o mi pereza, rápidamente se constituyó en un sistema de lectura que promete nuevas aventuras intelectuales, porque una vez por semana la colaboradora doméstica se ocupa de adecentar mi casa y, libro que encuentra en el piso, libro que agrupa o hace desaparecer en los sótanos cuadriculados de mi biblioteca, sin importar si acabo de comprarlo, si lo leí ya o si estoy empezando, mediando o concluyendo su lectura. Estoy preparando mi mutación a lector fragmentario y precario.