COLUMNISTAS

Orgullo y prejuicio

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En una nota periodística reciente, Mario Vargas Llosa afirma que Tolstoi logró que se le prestara atención a sus experimentos místico-anarquistas sólo porque había escrito Anna Karenina. Algo semejante podría decirse del peruano, que estuvo cerca de ser presidente de su país gracias al prestigio obtenido en ejercicio de la literatura, aunque la relación entre méritos artísticos y ambiciones políticas sea en su caso inversa a la del ruso. Pero hay un tono especial en las crónicas de los escritores famosos, la altiva modestia del que supone que como pudo lo más podrá lo menos, que es entretener al lector de suplementos literarios y páginas de opinión.
Ni hablar cuando el autor ha ganado un Premio Nobel, en cuyo caso se impone leer sus comentarios de toda índole –ya sea sobre la guerra en el mundo o el partido del domingo- como si el oro sueco los hubiera ennoblecido. La calidad de la tribu del Nobel es dudosa, pero está integrada por personas solemnes que siempre tienen algo importante que decir sobre lo que ocurre en el planeta, como lo ilustra el recientemente fallecido José Saramago: en ese aspecto, la Academia Sueca es infalible en su selección. En lo personal tengo cierta resistencia a leer a estos elefantes blancos, pero siempre termino preguntándome si no estaré equivocado. Por eso entré en pánico cuando hace poco, en Madrid, durante una cena en compañía de una destacada escritora, un lúcido crítico y un respetado editor, los tres me dijeron al unísono que el Nobel de 2001 era nada menos que el mayor escritor viviente.
El fenómeno en cuestión se llama Vidiadhar Surajprasad Naipaul, nació en la isla de Trinidad en 1932, a la cual sus antepasados llegaron de la India, y vive en Inglaterra desde 1950, donde es Caballero del Imperio. Ha publicado una importante colección de novelas y ensayos, de los cuales reuní unos cuantos antes de volver a Buenos Aires, donde sus libros han desaparecido de las librerías. Pero con la pila de Naipauls a mi lado, como el burro frente a los fardos de pasto, vacilé entre las ficciones y las no ficciones, entre los libros sobre la India, sobre Trinidad, sobre Africa y sobre el Reino Unido y así estuve unos cuantos meses sin leer a Naipaul hasta que, finalmente, me decidí por una de sus últimas obras, El escritor y los suyos / Maneras de mirar y de sentir, porque hablaba de otros escritores y quería ver qué pensaba Sir V. S. Naipaul de sus colegas.
Sabía que, hace poco, la biografía sorprendentemente autorizada de Patrick French puso en evidencia que Naipaul era un cerdo, pero él suele decir que sus obras son lo único que importa. No sé si considerar El escritor y los suyos como una obra, pero si lo es, es más bien la obra de un tonto que se quiere hacer pasar por un cerdo. El libro consta de cinco capítulos que se ocupan de escritores de distintas parte del mundo. Como buen Nobel, Naipaul escribe bajo la suposición de que él ha obtenido la mayor distinción que se puede alcanzar sobre la Tierra y que quienes no lo han logrado están al menos algún escalón por debajo. En una prosa sencilla y machacona, Naipaul nos lo recuerda en cada página. Buena parte del libro está dedicada a colegas olvidados de las Antillas o de la India (entre ellos su propio padre), que fracasaron –según él– por no ser lo suficientemente cultos o por no saber aprovechar el material que tenían a su alcance. Pero cuando fulmina con saña a Anthony Powell después de declarar que era su amigo y luego la emprende con Flaubert para defenestrar después a Gandhi y concluye el libro sin haber demostrado admiración por un solo escritor vivo o muerto, uno se pregunta por qué alquimia Naipaul será ese genio de la literatura que dicen en Madrid y no el comentarista henchido y superficial que aparece en este libro.