Unas locas australianas me contactan a través de los canales habituales en Internet: han venido especialmente para la 19ª Marcha del Orgullo Gay a Buenos Aires y, antes y después de ese acontecimiento famoso más allá de las fronteras (lo sin frontera), piensan entregarse al desafuero sexual en Kadú, el cogedero de moda. Aunque ya sabemos que Buenos Aires es “la San Francisco del hemisferio Sur”, nunca dejará de sorprenderme la celebridad de nuestras carnes y nuestro movimiento (nuestras carnestolendas).
Les aseguré que estaría en la Marcha, porque si bien no puedo jactarme de asistencia perfecta (he faltado a varias, porque estaba de viaje), me gusta perderme en esa mescolanza de formas de vida, cada vez más abstractamente recodificadas en identidades jurídico-sociales (el elector, el trabajador por cuenta propia, el periodista, el estudiante, el seropositivo, el travestido, la estrella del porno, el padre, la mujer).
La Marcha fue (es), en principio eso: la coincidencia en el tiempo y el espacio de la negrada (suburbana) y los turistas (angloparlantes). Se dio el caso de un chico (hermoso como una onza de cereal azucarado) que vino a disculparse por haber faltado al encuentro que Mario Bellatin había organizado ¡en Nueva York! para nosotros ¡hace más de un año!
Y por encima de esa colisión de multitudes excesivas, mucho más que otros años, las aves rapaces de la política (quiero decir: partidos, representantes, legisladores, funcionarios, el careteo vil) tratando de raspar el fondo de la olla para encontrar la moneda de reconocimiento que exigían a cambio de haber graciosamente apoyado la Ley de Matrimonio Universal que, de todas formas, iba a llegar por la más angosta vía, la judicial, y cuya sanción, en última instancia, se debe al movimiento. ¿Y qué desliz de la corrección política o de la culpa hizo encallar las buenas intenciones en ese pantano de misoginia, discriminación y reaccionarismo al agradecer la Ley, no a la Presidenta en ejercicio durante su promulgación, sino al patriota muerto?
Lo que siempre fue una fiesta longitudinal con sus distintas pistas, una algarabía pura, un magma de tejido orgánico no diferenciado, se transformó en una caravana asquerosa de educación cívica. ¿A cuento de qué obligar a personas que se están besando mientras bailan a recordar a Cobos? ¿Es que las militontas carecen de otro goce que no sea el consignismo hueco y se acoplan al lorerío ramplón que ya ha sido denunciado desde el poder regente?
Qué nos importan la economía, el civismo, la legislación y la partidocracia si, desde la primera vez, vamos ahí para confundirnos en un solo beso, en un continuo de materia viviente, una vida desnuda portadora última de la soberanía.
Tomar a esa vida desnuda separada de su forma, en su abyección, por un principio superior (la soberanía o lo sagrado), es el límite del pensamiento militante, que lo hace inservible para nosotros, que queremos descansar un día, ese único día de fiesta, de los siniestros sistemas de categorización que nos tiran encima.