Leo en una nota sobre Los Rasgos del Genio que “la historia, la literatura, la pintura, la ciencia están llenas de longevos ilustres y de ancianos que han hecho inmensos aportes a la humanidad cuando ya eran muy mayores”. Y yo le creo al autor del texto: me basta con recordar que más de 90 de los ganadores del Premio Nobel de Medicina sobrepasaban los 80 años al recibirlo. Que Platón decía que la edad adulta comienza a los 60 años. Que Goya, Velázquez, Dalí y Picasso pintaron sus obras rondando los 80 años. Que Goethe publicó su Fausto a los 80 años. Que Verdi compuso Falstaff a los 80 años. Que cuando Degas tuvo de viejo dificultades en la visión empezó a esculpir figuras maravillosas que hoy están en los museos. Que Mahatma Gandhi tenía 79 años cuando lo asesinaron y era uno de los políticos más activos, prestigiosos e influyentes del mundo. Que Nicolás Guillén fue presidente de la Uneac hasta su muerte a los 87 años. Que Dulce María Loynaz, Premio Cervantes, seguía escribiendo poemas a los 95 años. Que Rembrandt pintó hasta los últimos minutos de su vida y murió a los 70 años. Como Murillo, que a esa edad pintaba y murió porque se cayó del andamio en el que estaba decorando un techo. Que Unamuno, Valle Inclán, Cervantes, Neruda escribieron hasta el último minuto de sus prolongadas vidas. Que Teresa de Calcuta trabajó hasta sus 87 años, cuando la sorprendió la muerte mientras repartía entre los pobres y los desahuciados todo lo que les hacía falta.
¿Cómo no creerlo? ¿Cómo dar por sentado que la vejez es sólo decadencia, decrepitud, mengua, declinación? Me lo creo porque sé, lo compruebo a cada paso, que vejez no es estulticia babeante. Y no: es vida prolongada y, en muchísimos casos, acumulación de experiencia y sabiduría en quienes no han pasado a la historia pero que tienen un bagaje intelectual intacto y muchas veces enriquecido por el tiempo. ¿Qué quiere decir todo esto? Que tengamos cuidado, que como los viejos filósofos dijeron (y no me pida traducción, que no hay necesidad), senectus primum consolenda.