Pasaron, como venía diciendo, siete días. La semana pasada nos detuvimos en el número 1 de Lecturas críticas. Revista de investigación y teoría literaria, publicada en Buenos Aires en diciembre de 1980, que encontré en una librería de viejo de Avenida de Mayo. El número incluye una entrevista a Osvaldo Lamborghini, reseñas de libros de Saer y Fogwil, un texto de Laiseca. Con la impunidad que me otorgan los 35 años transcurridos, formulé la pregunta de si esa revista estaba instalando –o haciendo visible– un cierto tipo de lectura fuerte sobre la literatura argentina posterior a los 60, que se expresaría más claramente, terminada la dictadura, en la revista Babel, en la obra de autores como Matilde Sánchez,
Chitarroni, Guebel, Chejfec o Pauls (él mismo miembro de Lecturas críticas) y en un horizonte de lecturas más o menos compartido con algunas cátedras de Puán (en la época en que lo que se leía en Puán ejercía todavía influencia sobre el campo periodístico y editorial: deberíamos volver alguna vez sobre los efectos del declive público de Puán. Y también deberíamos reflexionar acerca de las consecuencias literarias de que las editoriales publiquen cada vez más escritores surgidos de talleres literarios a cargo de otros escritores, e incluso de la Carrera de
Comunicación Social antes que de la de Letras). Esa constelación –que incluye evidentes tensiones internas y ausencias sobre las que no puedo tratar aquí: sólo dejo constancia de la existencia de grandes divergencias estéticas dentro de esa zona– pensó la literatura argentina posterior a los 60 en buena medida a través de esos nombres: Lamborghini, Saer, Fogwill, Laiseca. Faltan varios otros, por supuesto: Libertella, Copi y, en un lugar central, César Aira. Aira es el gran ausente del número de Lecturas críticas. Pero esto no significa nada. De lo contrario, sería como pedirle a Lecturas críticas que sea un oráculo, un reloj infalible.
En ese 1980 Aira sólo había publicado una novela –Moreira, de 1975– que no había tenido casi circulación, y su segunda novela –Ema, la cautiva– iba a editarse recién en 1981. Pero lo cierto es que Aira en esos años escribía en algunos medios. Días después de mi paseo por Avenida de Mayo fui con mi gran amigo Javier Alegría hasta una librería de viejo de la calle Boyacá, y encontré varios números de la revista Vigencia, en especial dos. Uno, de agosto de 1981, en el que Aira publica “Novela argentina: nada más que una idea”, artículo muy conocido y citado, y otro de octubre de 1981 en el que envía un artículo llamado “¿Quién es el más grande de los escritores argentinos?”
Es un gran texto en el que, partiendo de Borges, termina en “el poeta Rodolfo Fogwill”, para quien “escribir es crear un espacio en el que se pueda escribir”. A ese espacio común a él mismo y a Fogwill, pero también a Lecturas críticas y, retrospectivamente, a la mejor literatura argentina que se escribió después, Aira –influenciado todavía por Deleuze– lo define como “una literatura menor plenamente lograda: los gauchescos, Sarmiento, Mansilla, Macedonio, Arlt”. Y del otro lado, “una supuesta literatura de ‘maestros fallidos’ (Lugones, Larreta, Mallea, Sabato)”. Aira parte la literatura argentina en dos. Ahora que parece haberse vuelto casi consensual, yo no puedo leer a Aira sin volver sobre el carácter agonístico de su escritura.