“¿De covid?”, preguntó el amigo al que informé, semanas atrás, sobre la muerte de Juan Forn, a los 61 años, a causa de un infarto. Nunca trabajé con él, ni llegué a entrevistarlo, pero mi amigo lo había tratado en Página/12 y, además de admirar su literatura, se ufana de haber perfeccionado el oficio periodístico gracias a la exigencia y la generosidad como editor por las que Forn era célebre.
Nada de eso tuvo el peso suficiente frente a la hiperbólica presencia del virus en nuestras vidas. La conciencia del dolor por la pérdida llegó para mi amigo unos cuantos minutos después de recibir la mala noticia, inevitablemente sujeta al filtro covid al que hoy nos vemos obligados a someter todas las cosas.
Si alguien nos deja plantados, desaparece de las redes o no nos contacta cuando debía, la sospecha de covid empezará a sobrevolarnos eclipsando otras más tradicionales como “se olvidó”, “tiene algo mejor que hacer” o “tuvo un accidente”. Creería que cada muerte acontecida a partir de marzo del año pasado lidió con esa duda transformada en una obligación paradójicamente espontanea, en un reflejo, en otra línea protocolar de un presente en el que los protocolos parecen ser la única vía legal y aceptable de llevar adelante la vida.
Pero como tantos miles y miles, Forn tuvo la característica de morir de otra cosa, de morir sin protocolos ni una parafernalia médica destinada a salvarlo, de morir, como miles y miles, de una de las causas que más vidas se cobra desde que el mundo es mundo.