Muy interesante la idea de Tabarovsky (en este mismo lugar, pero el domingo pasado) de que las contratapas pueden ser una extensión de la literatura o, al menos, un lugar donde se expresan ideas originales y provocadoras. Sin embargo, creo que se quedó corto. Tal vez como consecuencia de su proverbial modestia (él es parte de la movida), omitió decir que el género de las contratapas está atravesando una verdadera revolución. Ya no están compuestas de dudosos panegíricos tales como “este gran escritor” o “este libro imprescindible”. Así era antes, o acaso lo siga siendo en algún segmento editorial. Pero no entre quienes practican la “literatura de izquierda”, para usar el término impuesto por nuestro vecino.
Actualmente, se considera de mal gusto que una contratapa elogie el texto que limita o que haga un panegírico convencional de su autor. Lo correcto es que esté dedicada a ridiculizarlo, a desvirtuarlo, a confundirlo con otro o, al menos, a diluirlo en vaguedades que difícilmente provoquen el deseo de leer el libro. Por ejemplo, en Derrumbe, de Daniel Guebel, se dice que la novela está escrita “con una inspiración romántica que se juega a decirlo todo sobre el corazón de un hombre”. La frase parecería más apropiada para introducir la obra de un compositor de boleros que para hablar de un escritor moderno como Guebel.
Algo parecido sucede con Peripecias del no, de Luis Chitarroni, cuya contratapa habla del “libro más escéptico, ácido y notable de uno de los grandes ironistas contemporáneos”. Los críticos más respetados la consideran una de las mejores novelas publicadas en el 2007, pero la descripción, aunque simula ser un elogio, parece apuntar más bien a una recopilación de tapas de la revista Barcelona. Es que la palabra “ironista” no se aplica a un escritor desde los tiempos de Mark Twain o de Oscar Wilde.
Qué decir entonces de lo que se lee al dorso de Baroni: un viaje, de Sergio Chejfec, ciertamente un escritor preciso y sofisticado: “Las descripciones asumen una faceta caprichosa y el testimonio alcanza un matiz elegíaco”. Esa frase induciría a creer que la prosa de Chejfec es errática o arbitraria (para poner algún sinónimo de “caprichoso”). En este caso, estaríamos ante lo que técnicamente se denomina “una sanata”, aunque es imposible saber si el libro lo es o sólo lo que se lee en la contratapa.
Otro escritor respetado en los buenos círculos es Ricardo Strafacce, que acaba de publicar una breve novela llamada La boliviana. La contratapa aparece firmada por la Licenciada Stella Maris Turdera, que afirma que se trata de “un libro peronista” y que el autor “escribe como una vieja”. La broma es muy divertida y supera en contundencia al capricho de Chejfec y al romanticismo de Guebel, aunque el potencial lector de un libro semejante debe estar muy en el ajo para compartirla y seguir adelante con el resto.
Si en ese caso la chacota parece un poco excesiva, En otro orden de cosas, de Fogwill, presenta el problema inverso. Allí se lee: “Doce años argentinos, de 1971 a 1982: Lanusse, Cámpora, Montoneros, Perón, Isabel, la dictadura y su transición concertada”. Daría la impresión de que estamos frente a una parodia muy sinuosa y disimulada, que deliberadamente confunde una novela de Fogwill con un tratado de divulgación histórica de Felipe Pigna. Aquí la gracia no es tratar de ahuyentar al lector sino atraerlo al libro equivocado.
Esta recorrida no puede terminar sino en el propio Tabarovsky. ¿Qué dice, entonces, la contratapa de La expectativa, su última novela? Que es “la mejor metáfora sobre cómo puede ser una novela cuando ya nada puede pasar”. Es evidente que esta vez se ha duplicado la apuesta y se invita secretamente al lector a hacer un verdadero sacrificio. Para llegar al lugar donde nada puede pasar, es necesario suicidarse para después leer el libro.