Cuáles son las razones del éxito del Bafici? Seguramente varias y diversas. Quizá tenga que ver con el auge de las escuelas de cine y la evidente conformación de una mano de obra disponible que circula por esos claustros. O tal vez con la capacidad del cine –aun en crisis– de seguir siendo “moderno”. O, por qué no, con la posibilidad que tiene el Bafici de ser un lugar de encuentro, de sociabilidad, con precios bajos y muchos centros de exhibición. Pero también puede haber otra razón menos visible pero igualmente potente. Ocurre que el Bafici funciona como una huella, un llamado, una mención, una cita: remite a la época en que Buenos Aires era una ciudad cinéfila, en la que se discutía sobre películas de Godard, Antonioni, Bergman, en la que el cine estaba imbricado con la vida cotidiana, la política, el sexo. Ese “modernismo tardío” existió en Buenos Aires, y esas multitudes de jóvenes que van al Bafici (que el populismo de mercado –en su mezcla de prepotencia e ignorancia– de un modo casi racista llama “snobs”, de la misma forma en que llama “aburrida” a la más interesante literatura argentina contemporánea), esos chicos que van al Bafici –incluso sin saberlo– expresan ese legado, revisitan esa tradición, encarnan la posibilidad de que Buenos Aires siga siendo una ciudad abierta, viva, cosmopolita (sería largo de explicar aquí, pero hay que entender al cosmopolitismo como lo opuesto a la globalización).
¿Qué tradición encarna la Feria del Libro? La leyenda dice que durante la última dictadura era uno de los pocos lugares de encuentro de escritores e intelectuales (no puedo emitir opinión, era niño en esos años de leyendas). Luego llegaron los 80, todavía en el Centro Municipal de Exposiciones, en la avenida Figueroa Alcorta. En esa época ocurrían dos cosas impensables hoy en día: había en la Feria un corredor lateral –al aire libre– con increíbles puestos de choripanes nacionales y populares, que comíamos con fruición al compás del ruido ensordecedor de los aviones que despegaban y aterrizaban en el cercano Aeroparque.
Y el otro hecho, hoy exótico, era que las editoriales exhibían en los stands la casi totalidad de sus catálogos (ahora, salvo excepciones, en los almacenes de las grandes editoriales apenas si se encuentran las últimas novedades, los libros más comerciales, los tanques vendedores y algún que otro malentendido).
Pero eso terminó. La Feria se mudó a La Rural y entonces llegaron los 90. Sobre esos años se ha escrito mucho, quizá demasiado. Y sin embargo, a veces tengo la impresión de que se ha dicho demasiado poco, o incluso casi nada. Eso vale para mí mismo: hace años que doy vuelta con un artículo inconcluso sobre el “menemismo benjaminiano”: esos largos e insustanciales ensayos que en esa época se escribían sobre Benjamin y el romanticismo, Benjamin y el judaísmo, Benjamin y la modernidad, como modo –supuestamente refinado, pero en verdad lleno de errores históricos e interpretaciones de trazo grueso– de parecer que se “estaba pensando en algo profundo” y de evitar, así, decir algo fuerte sobre lo que estaba pasando aquí, entre nosotros, en Buenos Aires: Benjamin utilizado como el modo más sutil de la “colaboración”.
Pues bien, en la Feria del Libro los años 90 no terminaron (¿pero sólo en la Feria de Libro?). Al contrario, es su profundización, su desembocadura, su esplendor multitudinario (el esplendor de la economía social de mercado). La Feria es como un botón –un aleph– que nos muestra cómo sería el resto de la ciudad si los 90 continuasen todavía (¿pero estamos seguros de que no continúan todavía?).
Y allí vamos, año tras año, a encontrarnos con nosotros mismos, a perdernos en esos pasillos con olor a alfombra barata recién pegada, a comprar un libro, o dos, o tres, para que la lectura nos lleve a otro tiempo, a otro mundo.