¿Yo hablaba de los sueños? Y, sí. Sí, porque es un tema fascinante que créame, estimado señor, no comenzó con Freud, aunque es cierto que fue él quien le dio otra dimensión y de paso nos metió en un berenjenal que ni le cuento. Y sigo hablando de los sueños porque apenas cierro los ojos después de un día rico y agitado como son todos los míos, me traslado a ese mundo otro que es tan complicado y atractivo como el de la vigilia y a veces muchísimo más. ¿Qué pasa en ese mundo? ¡Qué no pasa, por favor! Dioses y sobre todo diosas se despiertan y se arma la de Dios es Cristo, como decía mi tía abuela doña Paula, de la que mejor no acordarse, no sea que despierte de su sueño que ha de ser eterno o no según se le ocurra a ella que era bella y más mala que una araña y que decidía por todo aquello que el Señor y su acólito de arcángeles no tenía tiempo ni ganas de decidir. Pasa todo lo inimaginable, que suele ser lo más interesante y atractivo. Porque, confesémoslo, lo que puede imaginar nuestra mortal y limitada imaginación tiene sus límites. La del sueño no. Esa se sacude la preciosa cabellera, jura en voz alta que a ella no la va a domar nadie, y se larga a planear reacciones y relaciones que en la vigilia suelen entrar en el terreno de la locura, del deseo, de lo oscuro, de lo lejano, de todo aquello que los que seguimos despiertos consideramos maravilloso y peligroso.
Ay, de pronto suena una voz sensata, amistosa pero inoportuna y nos dice: “¡Arriba, che, que tenés que escribir un artículo para la página de PERFIL”. Y una entra a eso que se llama vigilia y empieza a apretar las teclas de la computadora, obedientes las dos, ella y yo.