Mientras leo de saqueos (espontáneos o de diseño policial) me felicito culposo por ahorrarme en el Trópico de Cáncer el clásico diciembre argentino, que desaparece milagrosamente con enero.
Estoy en México, donde arden las fiestas de la Virgen de Guadalupe. No me preocupo por saber qué hizo ni cuáles son sus superpoderes. Todo el pueblo de Vallarta sale a presentarle su candela. Es una sobredosis de sincretismo, tan vistoso como incomprensible al forastero. Carteles y negocios ofrecen sus cosas en inglés, lengua primera de los destinos del Pacífico. Los yanquis intentaron conquistar México hace mucho; ahora sencillamente vienen a adquirirlo con Master Card y en Tiempos Compartidos. Me sumo a los gringos que ven azorados el desfile guadalupano. Unos en frenético baile, vestidos de indios formidables, con cabezas de jaguares y de plumas, cantan en náhuatl, y de entre las sílabas misteriosas surge -letánica- la palabra “María”. ¿Cómo les vendieron la figurita inmaculada? Está perfectamente mezclada en el mazo de divinidades temibles, animalescas. La próxima carroza es de las Empresarias de Vallarta, que visten como Melanie Griffith en Secretaria ejecutiva, llevan un globo rosa y han puesto a una chica de estatua de virgen y a una nena de ángel en una camioneta tapizada de arreglo floral. Luego viene el combo de las Ópticas Vallarta, que contrataron para la soiré a una banda de vientos y tambores femeninos. Es como el carnaval carioca, pero el tema va mucho más diluido. Nadie, absolutamente nadie, parece preguntarse qué están haciendo. No sé si esto es folklórico, turístico, devoto o profano. Son hordas populares que no parecen tener una preocupación política o social. Tal vez el gran éxito del sincretismo sea ése: el de reemplazar el saqueo por fiestas, que acumulan en la agenda capa sobre capa de tradición para que ya nadie recuerde cómo funcionan. Todo es triste y alegre a la vez, como en una conquista, como en una masacre.